Senado de la República

COORDINACIÓN DE COMUNICACIÓN SOCIAL

Versión estenográfica de la intervención del senador Roberto Gil Zuarth, presidente de la Mesa Directiva del Senado de la República, durante la presentación del libro “Constructor de instituciones. La obra de Alonso Lujambio comentada por sus críticos, en el INAI.

SENADOR ROBERTO GIL ZUARTH: Muchas gracias, Horacio, muchas gracias al Instituto Nacional de Acceso a la Información, a su comisionada presidenta; a las señoras y los señores comisionados por esta invitación a hablar del gran Alonso Lujambio.


Cuando habló Paco Acuña para hacerme la invitación, me dijo que se trataba o el motivo era la presentación de un libro; pero que como era el cierre de unas jornadas de homenaje a Alonso Lujambio, que me sugería contar algunas anécdotas.
Y entonces me puse a revisar las anécdotas que he contado y las que no he contado, y recordé una, una que creo, puede describir buena parte de lo que significaba y significa Alonso Lujambio.
Hace algunos años Alonso Lujambio me dio a leer el manuscrito de un ensayo que escribió con Diego Valadés y Gerónimo Gutiérrez, sobre el proceso presupuestario en México y las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo en el contexto de los gobiernos divididos.
Había concluido la Primera Legislatura sin mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, la nueva legislatura 2000-2003, se había enfrentado a la tensión constitucional del cumplimiento de los plazos de aprobación del presupuesto y a la incertidumbre también constitucional sobre la reconducción o no del presupuesto anterior.
El ensayo proponía un sistema para racionalizar las decisiones sobre el destino del gasto, alinear el Plan Nacional de Desarrollo con las políticas públicas, engranar la revisión del gasto con las decisiones sobre futuras asignaciones, convertir a las comisiones parlamentarias en auténticas instancias de control sobre la eficiencia de los programas fondeados con recursos públicos.
Recuerdo que en alguna parte de la instrucción se advertía que tres profesores que habían estado cerca de los temas parlamentarios, se reunían ahora para discutir, desde distintas perspectivas, sobre el proceso presupuestario en México; y en esa introducción se decía cuáles eran esas perspectivas.
Gerónimo Gutiérrez, politólogo y economista. Diego Valadés, constitucionalista. Alonso Lujambio, politólogo, institucionalista, rezaba aquella primera versión del ensayo.
Le pregunté por la razón del adjetivo, ¿por qué definirse en un subconjunto dentro de la ciencia política? ¿Qué significaba el institucionalismo? ¿Frente a qué escuela o corriente de pensamiento pretendía tomar distancia con aquella frase?
Como era común en él, tomó entre sus dedos el gis que siempre tendría cerca para enseñar a quienes fuimos sus alumnos.
Me habló de la escuela analítica y de su pretensión de explicar los comportamientos políticos a través de modelos matemáticos; de la escuela de la elección racional; los incentivos, el estudio de los incentivos y los costos; de otros enfoques conceptuales en la ciencia política.
Para Alonso, la comprensión del poder pasaba por el estudio de las reglas, escritas y no escritas; legisladas o consuetudinarias; las formales o las simbólicas que regulan el comportamiento de los individuos y el funcionamiento de las sociedades.
Remató aquella breve lección con una frase que todavía recuerdo: “Explicar a las instituciones su origen, racionalidad y efectividad era la principal misión de la ciencia política y de los politólogos”.
Por eso Alonso Lujambio indagaba sobre la historia de las instituciones, las comparaba, las sometía a la prueba de la racionalidad, las situaba en un tiempo y en un espacio.
Siempre pensó que para las instituciones como obras humanas era necesario entender las circunstancias de sus creadores, de las mujeres y los hombres que influyeron con sus ideas o con sus decisiones para descifrar la razón de su existencia.
El biógrafo Lujambio, pasaba la lupa sobre la vida de los protagonistas, conocidos o no, para comprender los recintos, la sabiduría de un diseño, la mecánica funcional de los órganos, el significado pretendido de cada palabra o de cada regla.
Era un arqueólogo que observaba y clasificaba las piedras en las que se asientan las instituciones de hoy.
Extrañamente el adjetivo en aquel párrafo de la introducción de ese libro desapareció de la versión impresa. Alonso Lujambio firmaría ese ensayo como un politólogo sin apellido, un politólogo sin adjetivo.
Pero eso era y eso fue siempre Alonso: un institucionalista en la academia y en la política. Formó parte de la generación de académicos de la transición democrática, de esa generación que concluía sus estudios de posgrado y que regresaba a México después de una estancia de estudios en el extranjero, justo cuando las reformas electorales realizadas en la larga y gradual etapa pre transicional empezaban a abrir brecha a la pluralidad política.
Esa generación que leyó en los periódicos sobre el impulso del cambio político en la década de los 80; que aprendió de ensayos sobre la evolución de la institucionalidad electoral en los 90; que estudió en las ciencias jurídica y política, comparada los principios y valores, los estándares normativos del Sistema Democrático.
La generación que escribió sobre el fin de la hegemonía priista, sobre el nuevo sistema de partidos y el arribo a los gobiernos divididos, sobre el amanecer de los contrapesos al Ejecutivo, sobre los dilemas inherentes a la redistribución horizontal y vertical del poder.
Es la generación que se propuso entender las implicaciones y derroteros de la pluralidad.
Y, si un hecho, un fenómeno político motivaba toda suerte de obsesiones en el pensamiento de Lujambio, y vaya que tenía obsesiones, era precisamente el hecho de la pluralidad. Pero no solamente como objeto de estudio, sino también como el nuevo cuadrilátero de la lucha política de nuestro país.
Para Alonso Lujambio la transición democrática fue la historia de la institucionalidad del pluralismo.
Se ocupó insistentemente de estudiar a la Cámara de Diputados porque veía la convivencia plural en el contacto, conocimiento y relaciones personales entre los miembros de distintos partidos políticos; en el poder negociador de las oposiciones el switch del motor del cambio político.
La pulverización de la representación política, la necesidad de construir mayorías o incluso de estampar legitimidad en ciertas decisiones públicas, para conservar la estabilidad política de una nación convulsa por la restricción de libertades, modificaría –según Lujambio— los términos del juego político y en particular pondría en funcionamiento el conjunto de dispositivos creados para dividir y también para compartir el poder.

La institucionalización del pluralismo convertiría, por ejemplo, el informe de gobierno en un ejercicio de rendición de cuentas; al proceso presupuestario una función de control; a las cámaras en la caja de resonancia del debate público; a las acciones y controversias constitucionales, en las palancas para hacer valer la división de poderes; a la función legislativa, en la concertación negociada de los intereses sociales.
Alonso fue de esos escasos científicos de la pluralidad que proyectaron escenarios de crisis por la ausencia o disfuncionalidad de las cláusulas de escape a los precipicios, que deshebraron posibles modalidades de coalición de parlamentarios para formar mayorías o construir vetos, que le dieron sentido analítico a las estrategias políticas de los participantes.
Como científico del pluralismo político, se ocupó de desentrañar los efectos e implicaciones de los gobiernos divididos, esto es, de los escenarios en los que el presidente no cuenta con mayoría absoluta en el congreso y que son nuestra realidad desde 1997.
Frente a ese fenómeno, frente a esos nuevos fenómenos nos e acomodó en el lugar común que clamaba como solución la metamorfosis del sistema presidencial por un sistema parlamentario de gobierno.
Debatió con su maestro Juan Luis sobre la estabilidad de los sistemas presidenciales en América Latina y sobre el peso histórico y cultural de ese arreglo en nuestras sociedades.
Nada –advertía— nos asegura que la importación de un sistema parlamentario, semiparlamentario, semipresidencial o como se quiera ver, resolvería los inconvenientes de la ausencia de mayorías monocolores.
Se resistió y combatió la idea de que para garantizar la funcionalidad de la democracia mexicana era necesario construir desde el sistema electoral, mayorías artificiales.
Se opuso a los umbrales más exigentes de acceso al sistema de partidos para reducir la fragmentación, a las cláusulas de gobernabilidad, a los márgenes más amplios de sobrerrepresentación en la integración de las cámaras.
Alonso creía, por el contrario, que el pluralismo era el dato más significativo de la transición democrática y el valor central de la estabilidad política.
Su hipótesis de trabajo fue que el fortalecimiento del congreso y una estructura virtuosa de incentivos a la cooperación, era el camino posible menos traumático y asequible de reforma institucional.
El pluralismo que estudió Lujambio no sólo se ocupó del congreso, sino también de los órdenes territoriales del gobierno. Explicó cómo el pluralismo fue una fuerza centrípeta que surgió en lo local y fue abriéndose paso hacia el centro.
Nuestro pluralismo, dice Alonso, fue una suerte de acelerador de la apertura política. El arreglo institucional que se fue activando poco a poco, conforme se escenificaban las alternancias en lo local y que causó las grietas por las que se diluyó la hiperconcentración del poder presidencial.

Pero Alonso fue también un ingeniero de las instituciones de la pluralidad. Evidenció como pocos las anomalías mexicanas, esa absurda prohibición a la reelección legislativa, la necesidad de convertir a las mesas directivas de las cámaras en instancias de arbitraje interno, la racionalización del sistema de comisiones parlamentarias o la mejor eficacia, mayor eficacia de los mecanismos de control y de supervisión parlamentaria.
Sus estudios congresionales influyeron notablemente en el desarrollo del derecho parlamentario, tanto en la confección de los institutos, de las instituciones, como en análisis de los fenómenos parlamentarios, hasta entonces monopolizado por la dogmática jurídica.
Se hizo cargo de otra de las instituciones de la pluralidad: el viejo IFE.
A su paso, creó las instituciones de la equidad en la competencia, esas que hoy nos empeñamos, a veces con poca suerte, en fortalecer.
No me imagino por eso a Alonso Lujambio abandonando la fiscalización, como lo hizo la actual integración del INE, para no perturbar a los partidos políticos.
No me lo imagino pretextando falta de tiempo, condiciones normativas adversas, dificultades de implementación.
Lo recuerdo en los desvelos para entregar a tiempo un Dictamen o un proyecto de resolución, leyendo cada página, revisando cada cuadrito –como él decía-, ponderando el efecto disuasivo de cada una de las sanciones.
Puso los cimientos de otra institución del pluralismo, el ahora INAI.
Y esta es una institución del pluralismo porque hace posible el control social sobre el desempeño y los poderes públicos, alimenta la deliberación, convierte a cada ciudadano en un contralor de sus gobiernos.
Desde aquí, Alonso Lujambio abrió una tendencia constitucional: la colocación de bases nacionales para estandarizar el ejercicio de un derecho y corregir las disparidades materiales de nuestro federalismo.
La Reforma al Artículo VI que él promovió, es precursora del actual diseño nacional de este órgano autónomo.
Y sí, Alonso fue también un político de la pluralidad.
Dio el paso a la política partidaria en el mejor momento de su vida: en plena madurez, en la solidez que ofrece una larga experiencia en las responsabilidades públicas.
Veía a su Partido, a nuestro Partido, con perplejidad.
Estaba confiado en que el PAN recuperaría el brío después de la derrota y que para eso era crucial asumir un rol inteligente, creativo y valiente de oposición política.
Seguramente traería en mente la elección de su admirado Adolfo Christlieb Ibarrola, en su trato como dirigente nacional con Díaz Ordaz.
En la relación con un gobierno de distinto signo, no cabe la ingenuidad sino el sentido estratégico de provocar y cerrar negociaciones políticas desde objetivos claros, sin apuestas de todo o nada, sin posiciones de suma cero, con el ajustador que no confunde pragmatismo con violaciones flagrantes a la ley.
Insistiría en su teoría de la identificabilidad de los actores y de sus posiciones en el contexto de gobiernos divididos.
Decía: para cooperar sin renunciar a que los ciudadanos identifiquen la aportación de cada uno al proceso y al resultado, a las decisiones y a las reformas, era necesario decir en voz alta lo que pensamos, defender lo que somos en las tribunas, explicar otra vez con su gis por qué y para qué de nuestras definiciones.
Para Alonso, por tanto, no había dilema entre cooperar y oponerse. Era posible conciliar ambas, siempre y cuando quedaran claras las razones de la cooperación y las razones de la oposición.
La función de oposición, abierto en los textos de Alonso, es esa ecuación de una definición ética y de una estrategia política.
Una cruel y rápida enfermedad no lo dejó vivir a plenitud esta etapa de su vida.
No tengo duda de que habría disfrutado enormemente esa etapa.
Y no tengo duda de que muchas cosas hubieran sido distintas.
Releer los textos de Alonso es un diálogo con él para descifrar las claves de nuestro presente.
Estoy seguro que estaría observando a las candidaturas independientes, no para demonizarlas, como hoy lo hacen muchos, sino para encontrar la óptima regulación que las convierte en auténticas vías de participación política, en nuevas instituciones de la pluralidad.
Concluiría, sin duda, aquel trabajo doctoral sobre la clase política para entender el desafecto por la política y las vías para solucionarlo.
Estaría anticipando la relación entre poderes bajo las nuevas coordenadas de los gobiernos de coalición y la reelección legislativa.
Terminaría quizá la biografía de Christlieb como un alegato para recuperar la función, la responsabilidad y el sentido de oposición en nuestra democracia.
Estaría planteando agendas de reforma institucional para resolver la grave crisis del Estado Mexicano, latente desde tiempo atrás, pero que se hizo dramáticamente visible después de Ayotzinapa.
No puede contestar nuestras preguntas más que a través de sus textos. Esa es la fatalidad de la vida.
Pero un constructor de instituciones, como lo fue Alonso, deja siempre muchas respuestas en sus textos, pero también en su testimonio de vida.
Por su atención, muchas gracias.

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