Versión estenográfica de la intervención del senador Roberto Gil Zuarth, presidente de la Mesa Directiva del Senado de la República, durante la Promulgación de la Reforma Política de la Ciudad de México.
SENADOR ROBERTO GIL ZUARTH: Licenciado Enrique Peña Nieto, presidente de los Estados Unidos Mexicanos.
Distinguidos representantes de los poderes de la Unión, de los órganos constitucionales autónomos.
Señor Jefe de Gobierno de la Ciudad de México.
Representantes de los poderes locales.
Señores gobernadores, dirigentes partidarios.
Legisladores federales y locales.
Amigas y amigos todos.
Las naciones que han asumido la forma federal han resuelto de distinto modo la cuestión sobre las características políticas de la sede territorial de sus poderes centrales.
En el fondo de esa cuestión hay un dilema de orden político: qué grado de descentralización es deseable y razonable para asegurar el funcionamiento y estabilidad de las instituciones que rigen a toda la nación.
Las soluciones han sido de distinto tipo, desde la creación de una demarcación, bajo la jurisdicción del poder central, hasta la coexistencia de dos ámbitos de gobierno, federal y local, sobre un mismo espacio y para las mismas personas; ciudades creadas para ser capital de un país y ciudades que han adquirido esa condición por su peso histórico.
El dilema no es de fácil resolución. La descentralización extrema puede comprometer la viabilidad y la unión de la federación, mientras que una centralización política excesiva debilita el tejido social, el vínculo entre ciudadanos y autoridades y en particular la capacidad de respuestas de éstas frente a los habitantes de la comunidad que sirve de capital.
Llevamos dos siglos intentando abordar y ofrecer salidas a este dilema. Pasamos de la cesión de un pequeño espacio de territorio para facilitar la acción de la federación y la protección de sus poderes frente a las amenazas externas, a una auténtica ciudad, con autoridades selectas, pero con autogobierno limitado y bajo diversos mecanismos de control político sobre el ejercicio de sus responsabilidades.
Nuestro centralismo político y cultural iniciaba a la vuelta de la otra esquina, desde la Puerta Mariana que asoma a la Plaza de la Constitución, hasta el último rincón del territorio nacional.
El tutelaje federal sobre la Ciudad de México encontró coartada, justificación histórica en la razón de Estado de la estabilidad política.
Era el viejo temor a perder el país cuando se perdiera la capital; el temor de los defensores de la soberanía frente al invasor y el temor que pretextó el régimen autoritario frente a la pluralidad.
Y es que por mucho tiempo se dijo que la Ciudad de México en manos de los adversarios, de los antagonistas a la continuidad del régimen, de las fuerzas que desafiaban la uniformidad del proyecto nacional, podría abrir la puerta a la fractura de la unidad y de la existencia misma del Estado Mexicano.
De ahí la negación al derecho al voto, las potestades limitadas de los poderes representativos locales, el sistema competencias expresas delegadas, las salvaguardas disciplinarias en manos del Presidente.
De ahí también la figura centralizadora del Regente, la Asamblea de Representantes sin atribuciones auténticamente representativas, las demarcaciones formalmente administrativas con débiles capacidades de decisión y de gestión, la discrecionalidad presidencial en la dotación presupuestal, los nombramientos compartidos y las remociones como amenaza de castigo.
Poco a poco la Ciudad se ha emancipado de su pasado centralizador.
Esta transición, el paso del paternalismo presidencial al actual modelo de libertad relativa, cobró forma como reflejo de la transición democrática mexicana.
Tomó cuerpo social en la conciencia colectiva, solidaria, fraterna que emergió de entre los escombros de aquel inolvidable 19 de septiembre de 1985.
Se ha sembrado en la exigencia cívica por la pluralidad, por la descentralización del Poder, por la democratización de nuestra vida pública, en el suelo de Tlatelolco, en los ecos sonoros del Zócalo, en las formaciones humanas del Paseo de la Reforma, en la alegoría liberadora del Ángel de la Independencia.
Causa y sociedad civil, cuerpo político y exigencia. En ese proceso se ha ido gestando la larga lucha por la autodeterminación política en la Ciudad de México, que hoy sin duda da un nuevo paso.
No podemos negar que los ciudadanos ven con escepticismo esta reforma y también su secuela constituyente.
Los ciudadanos no han encontrado aún en las fórmulas que redactamos, en las reglas e instituciones que diseñamos a través del acuerdo y la negociación, los motivos para creer y confiar en que su vida será diferente a partir de este momento.
Desde fuera de esta ciudad, esta reforma se mira con la anteojera del centralismo depredador, con el recelo del desarrollo subsidiado desde fuera; con la incomprensión de las particularidades de este pedazo de país.
Se le juzga desde la continuidad de la excepcionalidad de la capital, en relación con otros componentes de la federación. Desde adentro, con incredulidad de que en verdad hemos sembrado instituciones para una mejor convivencia entre los que aquí habitamos.
Se piensa incluso que esta reforma la hicimos los políticos para los políticos, para repartirnos privilegios y espacios de poder o en el mejor de los casos, que es un cambio insustancial que se reduce al nombre de la ciudad y a un nuevo gentilicio.
No, amigas y amigos.
Esta reforma y lo que vendrá detrás de ella está inspirada en cerrar la brecha de la excepcionalidad, ahí donde no se justifica y de limitarla ahí donde es necesario.
No se justifica que la capacidad financiera de la ciudad esté condicionada a la voluntad de terceros.
No se justifica que las políticas que expanden derechos o que crean bienes públicos estén expuestas a la duda o a la confusión competencial.
No se justifican las responsabilidades extraviadas en jurisdicciones dudosas, duales y sobrepuestas.
Pero al excepcionalidad sí es necesaria en la medida en la que los habitantes de esta ciudad se hacen cargo del patrimonio histórico común, padecen los trastornos de la centralidad política y económica, coexisten con el atractivo turístico y cultural que esta ciudad inspira.
Sus calles y edificio, el aire y el agua no sólo están al servicio de sus permanentes moradores, sino también de las necesidades vitales del migrante, del paseante, del otro.
Sus colores, sus sincretismos, su diversidad, la magia de sus rincones, las tradiciones de los pueblos que se entremezclan en la gran urbe, los ríos y canales que le dieron nombre y ahora sirven de viaductos y calzadas, sus palacios y templos, son las postales que el extranjero se lleva en la memoria y las imágenes que dan sentido a nuestra vida.
Es la casa de Guadalupe, la madre de todos, la virgen sin nación que mueve al sacrificio a millones de peregrinos cada año; es la plaza del reclamo, la bocina del descontento, la marcha de la exigencia, el bloqueo como idioma de la indignación. Es el hogar de millones de familias mexicanas por nacimiento o pro destino.
La excepcionalidad de la Ciudad de México es misión histórica y ventaja, sí, pero también costos, responsabilidades y deberes.
Esta ciudad, como el corazón, tiene una función orgánica y un simbolismo sensorial, un corazón que se agita a latir y que se mantiene encendido con la emoción de la vida.
No es una ciudad cualquiera, es la capital de nuestra compleja nación mexicana.
Esta reforma es también la corrección de un déficit democrático y de deberes. No hay razón que justifique el negar al ciudadano de esta ciudad el derecho a decidir por sí o a través de sus representantes los derechos y las obligaciones que tiene frente a su comunidad inmediata; de expresar su consentimiento sobre las decisiones que le afectan y de proteger también las conquistas ganadas del caprichoso vaivén de las mayorías.
No hay argumento para excluir al ciudadano de esta Ciudad en la configuración de los Poderes Públicos que deben gestionar y resolver los problemas colectivos para decidir qué debe hacer cada nivel de autoridad y cómo se va a distribuir y controlar el Poder local.
El ciudadano de la Ciudad de México había estado unido a la cosa pública por un débil vínculo de representación.
Su participación política se reducía al momento en el que elige a una autoridad, de la cual sólo depende una parte relativa de las soluciones que exige o que necesita.
Si el ciudadano de la Ciudad de México quería modificar su división territorial, la competencia de sus delegaciones, la forma de integrarlas o sus potestades tributarias, tenía que pedírselo al Congreso de la Unión, al diputado de Baja California y al diputado de Yucatán, no así al mismo diputado que eligió a la Asamblea Legislativa.
Ahora, ese ciudadano podrá incidir en esas decisiones porque sus representantes en la potestad constituyente originaria o revisora, han adquirido capacidades efectivas para determinar la forma en la que se organiza el aspecto institucional de esta Ciudad.
Estos son sólo algunos de los ejemplos de lo que implica este cambio constitucional.
Una de tantas pruebas de que esta Reforma es la llave a la revitalización de los derechos políticos y el camino al auténtico autogobierno del cuerpo social.
Señor Presidente.
Amigas y amigos:
Hoy culmina un consenso constitucional y al mismo tiempo inicia un nuevo proceso constituyente.
Inicia la etapa en la que habremos de desdoblar lo que hemos legislado en la Constitución General, suplir sus carencias y por supuesto colmar sus vacíos.
La tarea pues, apenas, apenas comienza.
Los ciudadanos de la Ciudad de México decidirán ahora sus derechos, sus obligaciones y el modelo de organización política que los regirá hacia el futuro.
No lo harán en solitario. Concurrirán a este proceso actores emanados de otras fuentes de legitimidad igualmente democrática.
La excepcionalidad de la Ciudad de México, su condición de capital y de sede política del Poder Federal, exige conciliar y ponderar los intereses de los habitantes de esta Ciudad con el interés general de la Nación.
Presenciaremos sin duda un ejercicio inédito en la historia contemporánea de México, la construcción originaria desde la pluralidad que nos caracteriza, de una comunidad política, el punto de partida de un arreglo institucional, la definición básica de un sistema de derechos.
Una encomienda que pocas generaciones tienen la fortuna de atestiguar, que pocos tienen la fortuna de protagonizar.
Pero esa fortuna entraña enormes responsabilidades: el mayor de los sentidos del deber: la generosa y desinteresada contribución al bien común, la leal y honorable apertura y disposición a la razón del diferente.
Debemos honrar el consenso constitucional que hoy se sella con la mejor Constitución que alguna vez se hubiera escrito para una comunidad.
No podemos fallar a los que nos miran con incredulidad o con desconfianza.
No podemos fallar a los que ven este momento con profunda esperanza.
Porque en el ánimo y en el deseo de alcanzar lo mejor está el piso de lo que juntos podemos conquistar.
Muchas gracias.