Versión estenográfica del Panel 6: “¿Reformar o interpretar nuestra Constitución?, en el marco del Seminario “La Constitución, análisis rumbo a su centenario”, convocado por la Mesa Directiva del Senado de la República.

PRESENTADOR: Damas y caballeros, la Sexagésima Segunda Legislatura del Senado de la República, agradece su permanencia dentro del Seminario “La Constitución, análisis rumbo a su centenario”.

Es momento de comenzar con nuestro sexto panel titulado “¿Reformas o interpretar nuestra Constitución?" Para esto cedemos la palabra a nuestra moderadora, la senadora Ana Lilia Herrera Anzaldo, integrante de la Comisión de Desarrollo Urbano.

SENADORA ANA LILIA HERRERA ANZALDO: Muy buenas tardes, gracias a todos por su paciencia, bienvenidos a este recinto histórico del Senado.

Agradezco muchísimo la presencia del doctor Jorge Arturo Cerdio Herrán, jefe del Departamento Académico de Derecho del ITAM, y al doctor José María Serna de la Garza, investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

Sean ustedes muy bienvenidos a este que es el sexto de siete paneles que hemos realizado durante estos días en el Senado, en el foro denominado “La Constitución, análisis rumbo a su centenario”. Este panel se dedica a reflexionar, reformar o interpretar nuestra Constitución.

Si me lo permiten, tenemos confirmados a otros participantes. En obvio de tiempo y en respeto sobre todo a quienes estuvieron aquí de manera puntual, vamos a dar inicio y le voy a ceder el uso de la palabra al doctor Jorge Arturo Cerdio Herrán, jefe del Departamento Académico de Derecho del ITAM.

Él es licenciado en Derecho por el Instituto Tecnológico Autónomo de México, con mención honorífica; doctor distinguido en Derecho por la Universidad de Buenos Aires, Argentina.

Su área de especialidad es la teoría, la argumentación y filosofía del derecho, así como la informática jurídica; miembro de la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico Buenos Aires; jefe del Departamento Académico de Derecho; coordina los diplomados en argumentación jurídica y en juicios constitucionales en el ITAM.

Es también director del Centro de Acceso a la Justicia.

Muy bienvenido, le cedemos el uso de la palabra.

DOCTOR JORGE ARTURO CERDIO HERRÁN: Muy buenas tardes tengan todos ustedes.

Agradezco al Senado la invitación de participar en este foro. La pregunta que nos han hecho es si hay que reformar o interpretar la Constitución y a mí me gustaría, para no quitar tiempo, el hace runa breve lectura de algunas ideas que he escrito para el debate.

Me parece que hace muchos siglos los hombres estamos habituados a hablar acerca del derecho y esto supone que existe un sistema jurídico que en cada momento hay que padecer los vaivenes que de hecho sufren por las fuentes del derecho que se modifican.

Diversas dificultades han puesto en tela de juicio estas convicciones. La primera es que las fuerzas del derecho son dudosas y ejercen entre sí una competencia en la cada una puede obtener una victoria controvertida, según circunstancias históricas que no están codificadas.

La segunda consecuencia de la primera es que el conocimiento del derecho jamás alcanzó una revolución copernical, como la que impulsó el desarrollo de tantas ciencias en otros aspectos.

En un primer tiempo asistimos a un cambio que podría asimilarse a una revolución. En nuestra época no se trata ya de una clarificación al estilo de Galileo o de Newton, sino más bien de todo lo contrario.

Los recientes cambios que hemos vivido institucionalmente, es como si todo el mundo se arrojara a la hoguera, los tratados de astronomía y se postulara como beneplácito unánime que la tierra reposa plácidamente sobre cuatro elefantes.

Te propongo en este pequeño foro explicar brevemente este fenómeno y explicar algunas de estas características.

Cuando el vasto movimiento de la codificación se maravillaba identificando el derecho con la razón y por tanto la justicia con el derecho, se elaboró un esquema tan claro y atractivo que su influencia persistió mucho después que acabara de advertirse su carácter ficticio.

Según este esquema, la dirección principal del gobierno es ejercida por el legislador, él hace las leyes en representación del pueblo y las hace saber al Ejecutivo, también representante popular, para que las ponga en ejecución en cuanto dependa del aparato del Estado; a los jueces, funcionarios técnicos está reservado bajo este modelo el papel de la boca de la ley.

Frente a un conflicto concreto ellos deben averiguar los hechos, encuadrarlos en las leyes vigentes y aplicar la solución que ellas dispongan.

Les está vetado tomar en cuenta sus propias opiniones y hasta es delito para ellos juzgar contra el mandato legislativo.

La primera grieta de esta hermosa ficción fue el reconocimiento de la interpretación.

Esto es que la interpretación judicial prevalece porque en cada proceso uno puede observar cómo cada caso puede ser interpretado de un modo a otro.

En ese entonces se acordó que de alguna manera si el juez era de buena fe, acaso con su experiencia o por mayor ecuanimidad tener algo así como una buena doctrina de interpretación de la ley.

Ese esquema también ficticio, el de la interpretación de la ley no pudo mantenerse mucho tiempo, ya que algunas de las interpretaciones judiciales prevalecientes no podían defenderse seriamente como el sentido llano de la ley o el contenido de la intención del legislador.

Apareció el juez como una suerte de gerente de la ley. Ella, el único instrumento del que dispone pero está en sus manos para moldearla con cierta libertad y adaptarla a las necesidades del momento, tales como las instancias superiores les permiten.

Este cambio no sucedió en los hechos. En la práctica operó la conciencia de los jueces, que ya no veían con desaprobación las modificaciones en las leyes dispuestas y la jurisprudencial, siempre que ellas fueran justificadas y dispuestas bajo un culto verbal.

Apareció así la doctrina de las dos bibliotecas, la que decía el legislador y la que decía el juez.

Así hemos llegado a la etapa de hoy en la que los jueces rinden culto diríamos a la justicia de la que se consideran esforzados intérpretes y reservan un papel secundario.

En nuestra época esta situación había sido vista como la propuesta de hoy del naturalismo, pero en nuestros días la vieja polémica entre la doctrina del derecho natural y el positivismo ha sido superada por los hechos.

No es que se haya resuelto aquella controversia en su fundamento racional, aunque ideológicamente realizada en las conciencias.

Todos los argumentos siguen en pie, pero las consecuencias prácticas de aquellas posiciones tienden rápidamente a sumarse en nuestro país.

De hecho las leyes, pero muy especialmente nuestra constitución, consagra una multitud de derechos, muchos de los cuales se expresan en términos tan vagos y dependientes de interpretación valorativa como los tradicionales principios del bien y la justicia.

El jurista positivo se ve obligado a buscar interpretaciones de su propia conciencia, por el que su pensamiento se aproxime a la moral.

El hecho es que el cambio apuntado acontece sin que los juristas hayan elaborado un método universal y dotado de certeza para su razonamiento.

Las consecuencias de aquel suceso hacen conveniente echar un vistazo a la situación actual del derecho y a sus crecientes dificultades.

Ante todo, es preciso notar un hecho político. Luego de muchos años de incubación, negación, represión y transgresión se muestra ahora con más disimulo:

La limitación del Poder Legislativo para ejercer plenamente la función que la constitución encomienda.

Uno de estos captores en este fenómeno es la complejidad de las condiciones gubernamentales.

Mayor gravedad puede atribuirse al paulatino desprestigio de lagunas instituciones, sobre todo en términos de ciertos países que han llegado a tener un alto grado de caudillismo.

El resultado es que la percepción política predominante bajo esta percepción, el pueblo cree que el gobierno se identifica por el Poder Ejecutivo.

Y esa percepción, que no podía calificarse de ilusoria, es ampliamente compartida.

Quien en cada momento ejerce el Poder Ejecutivo y quienes con él colaboran, sin que importe aquí con cuanta eficacia o necesidad lo hagan, sienten que el gobierno del país está en sus manos y que las consecuencias de cualquier naturaleza, caerá sobre sus cabezas como premios o castigos personales.

Los ciudadanos comparten pacíficamente esta expectativa que además es habitualmente confirmada por la propaganda política.

En estas condiciones, los proyectos de ley presentados por los legisladores y los debates sobre ellos que de ellos entablan, quedan relativamente obscurecidos.

El centro de la atención es reclamado por las políticas emprendidas por el Ejecutivo y por la mayor o menor resistencia de aquellos o por el Legislativo.

Cuando no se ofrece ninguna, la acción parlamentaria queda inadvertida como un mero trámite formal, que suele describirse como la aprobación de las herramientas necesarias para la acción del que ejerce el poder.

Los ciudadanos insatisfechos siguen utilizando los medios tradicionales del reclamo. En la visión de las manifestaciones, las marchas.

Pero en nuestro tiempo, en nuestro México ahora ha surgido un medio adicional:

Las personas han descubierto el recurso en los jueces.

La administración de justicia fue creada hace muchos siglos para resolver conflictos concretos entre ciudadanos, para castigar delitos.

No ha sido instituida ni se haya organizada para dar respuesta a inquietudes públicas, como la extinción de las ballenas, introducir el divorcio vinculado, o garantizar el saneamiento de los ríos.

Pero a diferencia de los integrantes de los poderes ejecutivos y legislativos, los jueces están netamente obligados a dar alguna respuesta fundada a cualquier petición que se les presente.

Esta circunstancia, unida a la independencia del Poder Judicial respecto de los vaivenes de la política y al factor aleatorio, representado por la pluralidad de los jueces y la relativa (inaudible) de sus criterios futuros, convierte a los magistrados en destinatarios privilegiados de muchas inquietudes colectivas actualmente.

Una demanda judicial, sin embargo, tiene una forma muy diferente de la de una petición política. Por tradición institucional y formación profesional, los jueces son muy reacios a decir en voz alta que adopta una decisión porque la creen adecuada u oportuna; cualquiera sea el contenido de tal decisión. Prefieren presentarla como el resultado de una norma o en el peor de los casos, de cierta interpretación más o menos elaborada de ella.

Una petición o propuesta dirigida a los poderes políticos, puede fundarse en intereses o conveniencias; pero una demanda judicial exige la invocación de un derecho subjetivo, del que el reclamante pueda presentarse como titular.

Esta suerte de judicialización formal en la argumentación política, junto con otros factores, ha conducido a incrementar la enunciación de derechos como método preferido para el debate jurídico. Cada vez menos se afirma que un homicida deba pagar su crimen ante la sociedad; y cada vez más que la familia de la víctima tiene derecho a exigir justicia a su ser querido.

Menos, que los administradores públicos o privados deben contratar a cierta proporción de mujeres o de miembros de grupos desfavorecidos; y más que todas estas personas tienen derecho a no ser discriminadas.

Se trata de dos maneras distintas de expresar una misma voluntad política, ya sea en forma de pedido, propuesta o exigencia; pero no hay garantías de que su contenido sea al fin y al cabo idéntico.

Legislar por deberes, implica identificar al obligado antes que al beneficiario, y especificar el contenido, el lugar y el tiempo de la obligación que se impone. Legislar por derechos o invocar principios es algo mucho más vago, es genérico en cuanto a los beneficiarios y al contenido; brumoso acerca del obligado e impreciso por demás acerca del modo y el tiempo en el que deban asegurarse los derechos o poner en ejecución los principios.

Y además, sujeta los derechos a la impredecible condición de su contraposición a otros derechos o principios, que por sí mismos o de acuerdo con las circunstancias del caso, puedan ser derrotados.

Legislar por los derechos, desde luego, no es un método novedoso en nuestro país; desde la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano en adelante, las constituciones han incorporado al lado de las reglas, para el ejercicio de la función gubernamental, normas de contenido sustantivo que se hallan destinadas a limitar los poderes constituidos para proporcionar a los ciudadanos, lo que Durkin llamaba “cartas de triunfo” en el juego del derecho.

Estas se llamaron garantías constitucionales, porque indicaban negativamente los contenidos que las leyes no podían incluir so pena de inconstitucionalidad. Desde la segunda mitad del siglo XX, sin embargo, se ha acelerado la incorporación de derechos positivos, cuyo cumplimiento no pueden ser garantizados con la anulación o la inaplicabilidad de una norma inconstitucional; ellos requieren acciones políticas concretas y colectivas, típicas del Poder Legislativo.

Esta tendencia, que en los últimos años ha sido denominada neoconstitucionalismo, en varias constituciones contemporáneas aparece con la inclusión de varias cláusulas de esta naturaleza o incorporadas a nivel constitucional interno en diversas convenciones internacionales.

Esta tendencia, inspirada por el saludable deseo de garantizar, desde el máximo nivel jurídico, beneficios y trato humanitario y equitativo, largamente negados por nefastas prácticas políticas, lanza sobre todo el sistema jurídico, un manto de valores y principios e incrementa sensiblemente la dependencia de la interpretación jurídica respecto de los valores morales.

Podría decirse que el legislador constitucional ha abrazado el iusnaturalismo por la medida en la que da por sentado el contenido objetivo de los términos genéricos que emplea. Pero, a falta de un método preciso y dotado de consenso para dar a ese contenido una interpretación unívoca; en un caso de controversia lo que hace es abrir la discreción judicial, un campo incomparablemente más amplio que el soñaron hace dos ciclos los racionalistas codificadores.

De esta manera, la práctica jurídica actual en México ha cambiado de ficción, sin rozar por eso el avance metodológico. Si en una época se fingía que los jueces nada tenían que agregar al derecho, que con toda justicia emanaba esta justicia del legislador; ahora se proclama que el derecho está compuesto ante todo de principios y valores objetivos e indiscutibles, y que los jueces tienen acceso directo a esos elementos con relativa independencia de la voluntad legislativa y de las prioridades del poder administrador.

Si la tendencia apuntada continúa y se extiende, es posible prever su resultado: distintos grupos de opinión atribuirán diversos contenidos a los derechos y principios que presiden el sistema jurídico; y los jueces darán la razón a unos y a otros según su propio criterio, hasta que, en el mejor de los casos, una instancia suprema establezca alguna pauta más o menos obligatoria.

Es claro que esto es precisamente lo que viene ocurriendo en el derecho desde hace siglos, pero si se imagina ese panorama extendido a la mayoría de la situaciones, y en especial a las que generan mayor controversia social, es fácil advertir el peligro en el que quedaría la igualdad ante la ley y la superior en normas generales, habitualmente consideradas columnas del Estado del Derecho.

Pese al peligro enunciado, no tengo intenciones de propugnar un regreso a las afecciones del pasado. De hecho, la ideología de la decodificación se ha vuelto impracticable, porque se fundaba el fingir un acuerdo entre la voluntad general y la estructura escasamente igualitaria de la sociedad.

Al disiparse la utopía del progreso social que sirvió de dique ideológico durante la Guerra Fría, sólo las sociedades más ricas pudieron mantener al mismo tiempo cierta paz interna y cierto funcionamiento leal ante la democracia. En otros lugares, como es el caso de los países de América Latina, la paz se ha mantenido mediante dictaduras depresivas, magias electorales, clientelismo u otras formas de engaño, fraude o sustitución.

Mantener el manejo del derecho laxamente dependiente de la aplicación de principios generales tampoco es viable, aún a despecho de posiciones autoritarias cuyo largo abuso dio lugar a la reacción actual, gran parte de la humanidad tiene hoy gran número de respeto por ciertas formulaciones de derechos y principios; en especial por aquellas que han sido consagradas en declaraciones y convenciones internacionales.

Pero en muchos casos esas formulaciones también son susceptibles de interpretación con un grado aún mayor de validad que el que se observa en la mayoría de las leyes.

Si la ficción actual es insostenible a largo plazo y si la vuelta a la ficción es impracticable, ¿qué puede hacerse para que el Estado de Derecho sobreviva de manera intangible?

Creo que lo primero que ha de lograrse es un modelo descriptivo más sincero con la situación en la que vivimos en el país.

De hecho, por fortuna o por desgracia, momentáneamente por tiempo indeterminado una parte notable del poder político está pasando a manos de los jueces.

Este cambio es peligroso –uno podría decir– no tanto ni tan sólo porque hace variar el equilibrio de poderes tradicionalmente propuesto, sino porque introduce una modificación en las bases mismas del Sistema Democrático. Los jueces no son electivos.

Todo esto, sin embargo, no es tan importante; después de todo puede haber buenos jueces como puede haber buenos legisladores, ya sea por el cuidado que se adopte en su selección, elección, ya sea por mega casualidad.

El problema más grave es que los jueces no están preparados para resolver prioridades colectivas, sino para decidir controversias individuales en las que las prioridades a debatir han sido fijadas por las partes; y que consideran adecuadamente cumplida su función cuando, en ese caso individual, han llegado a una decisión que satisface las normas vigentes y su propia conciencia. Elementos estos observados desde el interior de esa controversia.

Una vez hecho esto, cada juez queda listo para resolver otro conflicto parecido o diferente en el que otra vez ha de enfrentar los hechos y los derechos como son invocados por las partes.

Resulta de aquí una enorme diferencia entre el punto de vista del juez y del legislador; diferencia enteramente justificada por la teoría de la división de poderes, pero insostenible a medida que avanza la actual tendencia constitucional en el país.

El legislador debe tener una información general acerca del estado de la sociedad, conocer los recursos disponibles, tener noticia de los problemas y fijar las prioridades por las que los recursos se aplicarán a las acciones que, según él crea, conducirán a las soluciones.

El juez tiene acceso a un panorama informativo más reducido, aunque sólo sea por tradición profesional. Ahonda críticamente la información que las partes le ofrecen y rara vez toma en cuenta prioridades que las propias partes no hayan invocado.

Desde este modo, cuando el juez asegura que cierto derecho a quien lo pide se lo concede, deja sin esa protección a quien no lo haya pedido o a quien lo haya pedido ante otro magistrado menos comprensivo. Y, aún si su decisión tiene efectos colectivos como los que se esperan de la legislación, de todos modos tiene por límite la definición del problema propuesto por las partes y se dedica a resolver ese problema sin tomar en cuenta recursos públicos o privados involucrados.

El gobierno de los jueces, pues, amenaza convertirse en un mosaico de situaciones en los que cada ciudadano goza de algunos de los derechos que ha reclamado; seleccionados en su caso individual por comparación en los demás casos por un procedimiento estadísticamente parecido a la fara.

El resultado final, dada la insatisfacción general que esto a reproducir, será probablemente una modificación de la estructura o bien los poderes políticos más civilmente el Ejecutivo, terminan con cierta independencia judicial para establecer su propia preeminencia o bien los propios jueces se ponen en el lugar epistémico del propio legislador y resuelven los casos a partir de criterios políticos previamente acordados y de una valoración global de los recursos disponibles y de las prioridades para su uso.

Las dos alternativas que acabo aquí de enunciar implican alguna clase de hibernación de la democracia en México y es difícil predecir cuál de ellas ha de prevalecer.

En todo caso las fuerzas que puedan conducirnos en esa dirección están hoy fuera de control y son capaces de destruir a quien pretenda interponerse en su camino.

En medio de esta crisis que la humanidad no parece advertir, los hombres de derecho tenemos la responsabilidad de poner nuestro pensamiento al servicio de alguna acción, que sirva mientras tanto para lograr una convivencia más confortable y, en el mejor de los casos, para minimizar los daños.

Los jueces deben hacer frente a una multitud de casos, referidas una multitud de controversias tipo. En el sistema procesal uno podía pensar que estas controversias tipo, aunque tienen condiciones infinitas, pueden ser enunciadas.

Supóngase que los jueces son llamados a intervenir en una controversia tipo y que juntamos un grupo de jueces para que aclaren un tipo de controversia muy poblada de casos.

Se reúnen fuera de todo proceso concreto para investigar y eventualmente convenir los criterios a los que se ajustan para resolver de hecho esos casos.

Tomarán en cuenta para esto los casos en los que hayan intervenido y las variables que consideren esperables en casos futuros de la misma clase.

Estas circunstancias, contra las que suele repetirse, están lejos de ser infinitas. El universo de condiciones relevantes de una clase de casos y siempre finito.

Lo difícil es atreverse a enumerarlo, a confesarlo y asumir la responsabilidad de cambiarlo explícitamente cuando una nueva reflexión, tal vez suscitada por un nuevo caso, así lo aconseje.

En el supuesto que acabo de sugerir ya no se da tan grave la circunstancia de que los jueces se apeguen a la letra de la ley o a los principios vagamente contenidos en el orden jurídico constitucional.

El conjunto de los criterios de decisión, hecho público por quienes lo sostengan y sometido a la crítica general, hará para los ciudadanos las veces de lo que en el Derecho Romano fueron las doce tablas o los edictos del pintor; implicará una relativa liberalización de la incertidumbre.

No quiere esto decir que los criterios hayan de cristalizarse, tal como ocurre con la ley o la jurisprudencia, pero deberían ser revisados.

Respecto de este procedimiento que acabo de sugerir puedo decir dos cosas: una, que es muy difícil de hacer para un juez y, dos, que es posible.

Existen ejemplos específicos tanto en nuestro país como en otros lados de este ejercicio. Esta es una sugerencia para abrir el debate. Tal vez se puedan formular otras.

Lo que importa resaltar es que en México, espantada por la injusticia en nuestro país, parece haber resuelto exigir a los jueces la restitución del derecho de cada uno y que si no acordamos de alguna manera qué significado hemos de atribuir a esa expresión, nos arriesgamos en nuestro país a perder todas las ventajas de la ley, sin alcanzar por esto las glorias de la justicia.

Gracias.

SENADORA ANA LILIA HERRERA ANZALDO: Muchísimas gracias.

Damos la bienvenida al doctor Roberto Lara Chagoyán, director del Centro de Estudios Constitucionales de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Muy bienvenido.

Cedo ahora el uso de la palabra al doctor José María Serna de la Garza, investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM; licenciado y doctor en Derecho por la UNAM; maestro y doctor en Gobierno, por la Universidad de Tex, Inglaterra.

Investigador Titular B de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM; el Sistema Nacional de Investigadores lo reconoce como investigador nacional Nivel 3; presidente de la Sección Mexicana del Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucional desde abril de 2002.

Miembro de la Academia Mexicana de Ciencias desde el año 2004. Actualmente coordina el seminario sobre Gobernanza Global y Cambio Estructural del Sistema Jurídico Mexicano.

Muy bienvenido.

DOCTOR JOSÉ MARÍA SERNA DE LA GARZA: Gracias senadora.

Muy buenas tardes.

Gracias al Senado por darme la oportunidad de participar en este importante seminario y la oportunidad, también, de compartir este encuentro con tan distinguidos colegas.

Yo quisiera, en esta ocasión, hablar acerca del entorno, el entorno en el cual se mueve, en el cual funciona, en el cual evoluciona nuestra Constitución rumbo al Centenario, el Centenario de la misma.

Qué rodea a nuestra Constitución y en qué medida eso que la rodea está teniendo un impacto en sus contenidos y en su dinámica.

Lo que voy a decir está vinculado con lo que acaba de mencionar la senadora, un proyecto de investigación que me tocó coordinar el año pasado, acerca de ese concepto que de alguna forma está de moda en las ciencias sociales, que es el concepto de gobernanza global.

Concepto que hay que iniciar diciendo: es un concepto polémico, hay un debate acerca de lo que significa ese concepto de gobernanza global.

Podríamos decir, hay una forma de entenderlo desde una perspectiva liberal y hay una forma de entenderlo desde una perspectiva crítica.

Desde la perspectiva liberal, gobernanza global significa o alude al problema de la organización colectiva a nivel internacional, a nivel mundial, para atender problemas que se perciben como globales, cómo se organiza la acción colectiva de actores estatales y de actores no estatales, para atender una lista que es cada vez más grande, más extensa de problemas globales.

Hay una perspectiva acerca de este concepto de gobernanza global que yo diría es la perspectiva crítica.

Crítica porque ve en este concepto una serie de fenómenos y de procesos que encubren intereses hegemónicos que buscan reducir el papel del Estado, la importancia del papel del Estado en las sociedades modernas y que buscan también ampliar el radio de acción del sector privado que en áreas que antes se entendían de la exclusiva competencia de los estados y de los estados nacionales específicamente.

No me voy a meter en este debate en este momento, pero sí quisiera por lo menos hacer una caracterización de lo que se identifica con ese concepto de gobernanza global, tratar a partir de esas reflexiones de ver qué impacto están teniendo esos procesos y esos fenómenos en la evolución de nuestra Constitución, y la forma de interpretarla y la forma de cambiarla.

Un primer elemento de este concepto de gobernanza global es que estamos ante una expansión sin precedentes del papel formal e informal de las instituciones internacionales multilaterales.

Son decenas, decenas de organizaciones internacionales que se han venido creando en las últimas décadas para atender un sinnúmero de problemas que aquejan a las sociedades nacionales o a la comunidad internacional.

Desde las que existen en el manto de las Naciones Unidas, las más conocidas son la UNICEF, la UNESCO, la FAO en materia alimenticia, pero hay muchas más, en muchas diversas materias, desde las que existen en el manto de la ONU, como aquellas que están por fuera del manto de las Naciones Unidas:

Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Banco Interamericano de Desarrollo, Organización Mundial del Comercio, OCDE, entre muchas otras.

Eso es algo nuevo, eso es algo nuevo que caracteriza a esos fenómenos a los que me vengo refiriendo.

Nos encontramos también ante un aumento significativo en el alcance, densidad y grado de influencia de las normas generadas a nivel internacional, en la forma en que las sociedades nacionales se organizan.

Y aquí me refiero no nada más al extensísimo número de materias sobre las cuales versan esa gran cantidad de tratados internacionales que suscriben los Estados; sino también al surgimiento de lo que algunos autores han llamado “nuevas generaciones de tratados”, nuevas generaciones de tratados que no se limitan nada más al texto normativo que suscriben los Estados, no nada más a eso; sino que contemplan mecanismos fuertes de supervisión, mecanismos fuertes de supervisión que vigilan, que hacen un escrutinio acerca de si los Estados están o no cumpliendo con las normas contenidas en los tratados.

Eso es algo nuevo o relativamente nuevo, son nuevas generaciones de tratados que contemplan órganos como comités u órganos permanentes de supervisión o incluso organizaciones internacionales, cuya misión es monitorear a los Estados para ver si están o no cumpliendo con las normas contenidas en los tratados.

México ha suscrito –y son datos del año pasado, seguramente o muy probablemente ya sean más los tratados internacionales que ha suscrito nuestro país– 750 tratados internacionales bilaterales, datos del año pasado, y 638 tratados multilaterales, en las más diversas materias que podamos imaginar.

Somos testigos de cambios fundamentales en la comprensión política, jurídica y ética de la soberanía del Estado, y de la relación entre el Estado, el ciudadano y la comunidad internacional.

Los Estados se han venido abriendo a regímenes internacionales diversos, y esto ha implicado por lo menos una flexibilización del concepto tradicional de soberanía. En el caso de derechos humanos es muy claro, sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, es muy claro que la comunidad internacional sí tiene algo y mucho, qué decirle a los Estados nacionales acerca de la forma en que tratan a sus ciudadanos.

La comunidad internacional le puede decir muchas cosas a los Estados que están violando derechos humanos de sus propios ciudadanos. Y de hecho existen, lo sabemos muy bien, todo un esquema universal y esquemas regionales de protección de derechos humanos, que obligan por lo menos a flexibilizar ese concepto tradicional de soberanía, que en algún momento pudo haberse entendido como autarquía.

Incluso los Estados mismos, soberanamente aceptan que organismos internacionales realicen escrutinios de ese tipo o experiencias como la Unión Europea, en donde perfectamente se puede hablar de la existencia de una ciudadanía múltiple: el francés es ciudadano francés, pero también es ciudadano europeo; el alemán es ciudadano alemán, pero también es ciudadano europeo.

Observamos la formación –esta es otra de las características– de complejas redes trasnacionales de actores estatales y no estatales, para la generación de normas que regulan los temas y problemas globales. Redes trasnacionales en los más diversos temas que se forman, incluyendo actores estatales y actores no estatales, que impulsan el cambio normativo en los distintos temas.

En el tema, un tema constitucional como el de los derechos humanos, está muy claro. ¿Quién determina las normas de derechos humanos en estos momentos, su contenido y su dinámica?

No son nada más los Estados, que cambian las constituciones, órganos Estatales que cambian las constitucionales, no son nada más los Estados que suscriben tratados internacionales; hay toda una serie de actores, estatales y no estatales, que determinan ese cambio a nivel de contenido, de las normas, y a nivel de la dinámica del sistema.

Hay ONG’s nacionales y trasnacionales que participan de manera muy activa en esos procesos, y forman redes de defensas, redes trasnacionales de defensas de derechos que son muy activas.

Hay despachos de alcance trasnacional de litigio estratégico; hay instituciones académicas por influencia global que participan de manera muy activa en la definición de esa dinámica, por no hablar, por supuesto, de los jueces internacionales y de los jueces nacionales.

Toda una serie de redes de actores –repito– estatales y no estatales que participan en esos procesos.

Hay evidencia clara –esta es otra de las características– hay evidencia clara de la apertura de los estados nacionales a regímenes internacionales diversos que cada vez tienen más relevancia en la orientación de las conductas y las relaciones sociales a nivel doméstico.

Se trata de regímenes internacionales que están compuestos por textos normativos o tratados internacionales, pero también con órganos; se crean órganos que, una vez creados y que son creados por los estados, pero una vez creados por los estados adquieren gran autonomía respecto de los estados que los crearon y empiezan a generar derecho de manera sumamente autónoma.

Ejemplos de ordenamientos jurídicos internacionales de ese tipo, que contemplan tanto textos como órganos que crean derecho: los tratados de libre comercio.

¿Cuáles son sus órganos? Los Tribunales Arbitrales del Tratado de Libre Comercio de América del Norte con sus laudos crean derecho.

La Organización Mundial de Comercio, el Órgano de Apelaciones de la Organización Mundial de Comercio con sus laudos crea derecho.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos con sus sentencias crea derecho, y lo crean de una manera sumamente autónoma respecto de los estados que les dieron origen a través de la suscripción de tratados, y esto por supuesto crea –y lo estamos viendo, lo hemos visto en nuestro país en los últimos años– esta apertura hacia regímenes internacionales diversos y la convivencia entre órdenes jurídicos ubicados en distintos niveles y los órganos que estos niveles prevén genera tensiones entre regímenes y entre órganos adscritos a los distintos niveles normativos.

Atestiguamos la creciente interpenetración –esta es otra de las características, otro de estos fenómenos que están ocurriendo– atestiguamos la creciente interpenetración entre el derecho internacional y el derecho nacional, así como entre instituciones internacionales y los aparatos administrativos nacionales en diversas áreas.

Está ocurriendo una especie de empalme, de interacciones muy intensas entre aparatos administrativos internacionales y aparatos administrativos nacionales.

Un ejemplo muy claro –puede uno pensar en muchos– pero un ejemplo muy claro puede citarse en el ámbito del tema de la salud.

¿Cómo atendió nuestro país la crisis sanitaria internacional de la epidemia H1N1? Lo atendió de la mano de los estándares y los protocolos de actuación de la Organización Mundial de la Salud.

Incluso la Presidenta de la Organización Mundial de la Salud durante esa etapa vino a México y semana a semana, diario salía junto al Secretario de Salud diciendo cuál era el avance de la lucha nacional, pero también global en relación con esa grave crisis sanitaria que vivimos hace algunos años.

Voy acercándome hacia el final.

La reflexión desde las ciencias sociales, desde la Academia, se ha dirigido a tratar de dar una explicación de lo que está sucediendo; y desde el punto de vista constitucional de lo que se ha comenzado a hablar es acerca de la existencia de espacios normativos y estructuras de autoridad supraestatales, que pueden bien configurarse como sitios constitucionales o como esferas jurídicas con naturaleza constitucional, más allá del estado nación.

Y esto a su vez ha llevado a los analistas a hablar del surgimiento de un pluralismo constitucional, un pluralismo constitucional basado en estructuras de autoridad constitucional, ubicadas en distintos niveles.

Voy a terminar con la lectura de un párrafo que creo nos explica muy bien cuál es ya el presente y cuál habrá de ser por lo menos parte importante del futuro de nuestra Constitución, entendiéndola ubicada en este entorno que acabo de mencionar.

Es un párrafo que se refiere a lo que está sucediendo desde la perspectiva del discurso, el discurso constitucional. Ya no es nada más el estado nacional el sitio en el que se produce el discurso constitucional, sino que hay, más allá del estado, otros sitios que producen ese discurso.

Y nos dice esta autora Yaed de Holanda, nos dice: cuando el discurso jurídico se convierte en internacional, cuando la argumentación jurídica ya no está confinada a los sistemas jurídicos nacionales, cuando los actores jurídicos entran en una comunidad interpretativa internacional, se han puesto los cimientos para un cambio en el significado de conceptos jurídicos nacionales, que reflejan lo que pasa en un discurso jurídico internacional y transcultural.

Eso es lo que está ocurriendo en estos momentos en relación con nuestra Constitución: nuestro discurso constitucional y conceptos que están en nuestra Constitución, principios y derechos, empiezan a reflejar lo que está ocurriendo en un discurso jurídico constitucional de alcance internacional y transcultural.

Rumbo al centenario de nuestra Constitución tenemos que decir que la Constitución no marcha sola, está inmersa en una serie de procesos y fenómenos globales, como los que acabo de describir y otros más, y su evolución y dinámica de nuestra Constitución obedece no solamente a impulsos internos, sino también a impulsos externos.

Y esto abre toda una agenda de temas de reflexión sobre cuál es el presente y cuál es el futuro de nuestra Constitución. Un tema incluido en esa agenda es, creo yo, cómo es que esa estructura normativa y orgánica de multinivel puede contribuir o no a proteger lo esencial de la Constitución, que son los derechos humanos, el principio democrático, la separación de poderes en un sentido horizontal y en un sentido vertical, la rendición de cuentas del poder y la legitimidad de todas las estructuras de autoridad.

Muchas gracias.

SENADORA ANA LILIA HERRERA ANZALDO: Muchas gracias doctor José María Serna, muy interesante reflexión sobre este pluralismo cultural.

Cedo ahora el uso de la palabra al doctor Roberto Lara Chagoyán, director del Centro de Estudios Constitucionales de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Licenciado en derecho por la Universidad de Guanajuato; doctor en Derecho por la Universidad de la Teoría Contemporánea del Derecho.

Obtuvo el Premio Héctor González Uribe para profesores de la Universidad Iberoamericana Santa Fe, ciudad de México, con la obra El Concepto de Sanción en la Teoría Contemporánea del Derecho.

Fue director de la revista del Poder Judicial del estado de Guanajuato.

Asesor jurídico en el Consejo General del Instituto Federal Electoral.

Y fungió también como secretario de cuenta y estudio en la ponencia del Ministro José Ramón Cosío Díaz, en la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Bienvenido al Senado.

DOCTOR ROBERTO LARA CHAGOYÁN: Muy buenas tardes.

Agradezco la invitación del Senado de la República para participar en este importante evento académico.

También celebro compartir el panel con tan distinguidos participantes, colegas de la Academia y con todos y todas ustedes por supuesto.

La pregunta que nos convocó a este panel interpretar o reformar la Constitución, me pareció desde el principio curiosa, por llamarlo de algún modo.

Voy a tratar de reaccionar a través de 7 puntos que me he preparado, para tratar de comentar esta suerte de confrontación.

Primero que nada, lo digo de manera provocadora y con finalidad académica estrictamente, me parece que tal y como está construido el sintagma, tal y como está construida la pregunta, podríamos estar ante un falso dilema, una falsa disyuntiva, o reformar o interpretar.

Cuando uno se enfrenta a esta expresión, podría uno pensar que son dos disyuntivas excluyentes, qué bien. O interpretamos, o reformamos la Constitución.

Y considero que es un falso dilema porque cualquiera de las dos opciones que elijamos nos va a llevar al mismo resultado.

Empecemos por la primera.

Vamos a pensar que alguien opta por reformar. Reformemos la Constitución para utilizar una frase de algún actor, la constitución de los muertos, para que nosotros los que estamos vivos podamos adaptarla a nuestra nueva realidad. Constitución de los muertos contra constitución de los vivos.

Si la tenemos que reformar, tenemos que interpretarla primero. No podemos eludir el compromiso intelectual que supone el trabajo interpretativo de un texto constitucional.

Si se va a reformar parcialmente, como ocurre cada que el poder reformador de la constitución lo decide, necesita interpretar, tiene necesidades justificadas para poderla interpretar.

Por ejemplo, para cumplir con los criterios de racionalidad y de coherencia interna en el sistema.

El legislador, el constituyente permanente o poder reformador de la constitución no puede sin más reformar un precepto constitucional sin vigilar que esa reforma, sin vigilar digamos las consecuencias que puede tener con el resto del texto constitucional, con el resto de los valores que están ahí contenidos con el resto de las razones subyacentes que están detrás de cada precepto.

Desde luego que si decide hacer una reforma más integral también está obligado a interpretar.

Si por interpretar entendemos el desentrañar el sentido, el significado de una expresión, del lenguado en que está contenida una norma, mediante una regla o un principio, entonces el intérprete, para el propósito que sea tiene que tener claro cuál es el panorama, qué tipo de ajuste se le va a hacer al texto y qué tipo de ajustes se le va a hacer al sistema completo, puesto que es la norma suprema que cierra de alguna manera el orden jurídico en cualquier nación.

Entonces si nos decantásemos por la idea de reformar, tendríamos necesariamente que hacer un esfuerzo interpretativo.

Si por el contrario consideramos el segundo cuerno de la disyuntiva y decimos que la opción es interpretar, pues entonces regresamos a la primera opción, a las primeras consideraciones porque interpretar es una tarea que no vamos a poder eludir de ninguna manera.

Ahora bien, qué contradicciones desde mi punto de vista se encierran dentro de este gran propósito, dentro de estas grandes reflexiones en líneas gruesas que tenemos los mexicanos de hoy, del Siglo XXI, ante nuestro casi centenario de la Constitución, reflexiones de carácter político, social, económico, jurídico y ante nuestra realidad imperante.

Creo que tenemos que dejar de ser ingenuos y dejar el discurso, estrictamente retórico, de los buenos deseos, de los vítores, de los aplausos, de estar recordando a los héroes que nos dieron la Constitución y de estar reseñando la historia, solamente por reseñarla.

Tenemos que darnos cuenta que para poder dar el paso siguiente a lo que puede ser el nuevo constitucionalismo mexicano del siglo XXI, habremos de superar no pocas dificultades. La que me corresponde a mí tocar o las que me corresponden a mí tocar como académico, son de carácter teórico, de teoría constitucional, vamos a decirlo así.

Primero, me quiero referir a una contradicción central que ya esbocé en la presentación de esta intervención; y se refiere a la idea permanente en cualquier teoría constitucional, de la rigidez constitucional, rigidez contra flexibilidad. Para decirlo de otra manera, de una manera más ciudadana, más próxima a cualquier hablante: es la Constitución de los muertos contra la Constitución de los vivos.

Pareciera que el valor que tiene la rigidez constitucional en cualquier teoría, es prácticamente –casi, diría yo– indiscutible. Es importante que las constituciones no se parezcan a las leyes, que sea más difícil reformarlas, que no caigan en manos del legislador ordinario; sino que tengan que pasar por un proceso más riguroso de análisis, de contraste, de deliberación democrática; como por ejemplo nuestro caso mexicano.

No es la reforma constitucional tan fácil como la reforma legislativa legal ordinaria. Tenemos unas exigencias constitucionales más fuertes para poder tener un nuevo texto constitucional.

Esa rigidez, entonces, termina viéndose siempre como algo positivo, como algo que trata de preservar nuestra continuidad institucional, que trata de preservar esos valores, esos principios, esos pilares fundamentales que alguna vez nos dimos en cada momento de la reforma constitucional y que nos dimos, desde luego, en 1917 cuando inicia esta aventura constitucional.

Pero eso, sin embargo, pareciera entrar en contradicción, en tensión con lo que suponen las nuevas generaciones, los deseos de las nuevas generaciones, de los que no estuvimos presentes en el ’17; ni siquiera en los ‘80 o en los ’70 o en los ’50, cuando se reformó la Constitución, cada una de las veces que se ha reformado; no fuimos partícipes de esas liberaciones ni como pueblo, ni como estructura política, porque simplemente no estábamos vivos en ese tiempo.

¿Qué pasa ahora con nuestros deseos, con nuestros anhelos? ¿Qué pasa con las tensiones que vivimos conforme a los deseos del Constituyente del ’17 o con los constituyentes permanentes que han estado cubriendo nuestra historia constitucional?

Esa tensión, insisto, parece a veces insalvable porque, o bien si admiramos o si nos comprometemos fuertemente con la rigidez, no habría manera de reformar la Constitución jamás; entraríamos a la idea de la petrificación constitucional, que tampoco es recomendable en términos teórico-constitucionales.

Sin embargo, tampoco podemos dinamitarla de un plumazo y decir: “aquí se acabó la historia constitucional. Vamos a hacer una reforma integral”; a menos que convoquemos un nuevo constituyente. Que es un tema, por cierto, polémico y que en este Seminario seguramente se ha dicho varias veces.

Pero si no es así, si no hemos dado ese paso o si no encontramos razones justificadas para hacerlo, nos preguntamos, ¿cómo resolvemos el tema de la rigidez?

Y me parece a mí que la respuesta está –desde mi punto de vista– en lo que la propia teoría constitucional nos otorga, nos regala como el diálogo racional; como esa construcción inteligente, democrática tanto en el ámbito estrictamente político, como en el ámbito jurídico, para poder hacer los puentes y las conexiones necesarias entre los valores de la Constitución necesaria y los valores de la Constitución contingente; de los cambios necesarios que tenemos que dar sin alterar aquellos pilares fundamentales.

Necesitamos entonces que tratar de encontrar los acuerdos a partir de la deliberación democrática, por un lado, y a partir de la deliberación racional y razonable a la hora de resolver los conflictos concretos, por ejemplo a cargo de los jueces constitucionales.

¿Qué hacen los ministros de la Corte o los jueces de distrito o los órganos en general de control constitucional?

Tienen que enfrentarse a esa tención.

¿Qué hacemos cuando resolvemos el caso de aborto o qué hacemos cuando resolvemos el matrimonio igualitario de Oaxaca? Recientes casos que la Corte Suprema Mexicana ha enfrentado.

Abrazamos un concepto fuerte de petrificación constitucional o de rigidez o nos abrimos a las nuevas corrientes filosóficas y teóricas que nos hablan de la apertura, que nos hablan de los derechos fundamentales como uno de los pilares fundamentales o de los acentos que antes no se ponían, sobre todo en el siglo XIX.

¿Pero qué hacemos con esas dos tenciones?

Podemos caer en dos extremos peligrosos; que lo dijo muy bien el doctor Cerdio, lo dibujó de otra manera con otras palabras, pero yo coincido absolutamente con su imagen.

Por un lado, podemos caer en la codificación estricta del siglo XIX, atraparnos en el legalismo, en el exégesis, y decir que no podemos hacer nada más que lo está escrito, aunque lo que esté escrito sea vago, tenga conceptos oscuros, vagos, esencialmente controvertidos, etcétera. O caemos en el extremo peligrosísimo del activismo judicial, donde los jueces tratan de entronarse en las decisiones que no les corresponden, decisiones de carácter legislativo, de carácter soberano y empiezan a decir el derecho violando claramente la división de poderes y violando sus propias competencias constitucionales.

No es lo mismo ser un juez activista que un juez activo.

Los jueces no pueden tener una agenda moral; en todo caso, su agenda es la que está en la Constitución y en los principios que la inspiran.

Y desde luego no quiere decir que no tenga conciencia moral, personal; lo que quiere decir es que no puede tener la agenda personal en su trabajo cotidiano diciendo qué le corresponde a cada uno en caso a las controversias que se le someten a su resolución.

Un juez activo sigue el artículo 1º; un juez activista sigue sus propias convicciones morales, más allá de lo que autores como Manuel Atienza han llamado los pilares institucionales y los principios institucionales del derecho.

De modo que, tanto a nivel legislativo como a nivel jurisdiccional hemos de encontrar ese diálogo racional, ese punto medio, esa virtud en la que podamos nosotros no renunciar a los valores que nos dejaron los muertos, pero tampoco a los anhelos de los vivos.

Segunda contradicción:

En el derecho constitucional existen muchas avenidas, muchas construcciones teóricas para poder diseñar o para poder explicar el mundo constitucional.

¿Cómo es esto de las constituciones y de las concepciones de la Constitución?

La contradicción a la que me quiero referir tiene que ver con algo que también ya mencioné, que es la Constitución necesaria contra la Constitución contingente.

¿A qué me quiero referir con esto?

Que para algunas concepciones de la Constitución; digamos, el concepto de constitución es uno, pero las concepciones son estas diferentes avenidas para aproximarnos al concepto.

Una de estas avenidas, clásica, que la ubicamos dentro del normativismo positivista, dice que la Constitución –digamos, lo voy a decir pronto, quizás mal, incompleto, pero por la cuestión del tiempo no me quiero detener en un análisis profundo conceptual– pero groso modo sostienen estos autores que la Constitución es eso que está dado en los textos constitucionales, son esos contenidos logrados a partir de la deliberación democrática y que son valores prácticamente per se, porque está ahí en el texto.

Porque el problema, los problemas que se dieron para colocarlos en ese texto ya están resueltos; mal o bien democráticamente ya están resueltos, y que entonces el operador jurídico o el juez solamente tiene que atender directamente expresamente a lo ordenado en la letra de la Constitución, en la letra de la ley. Esta es la idea del positivismo normativista.

Contra una, y aclaro, para ellos entonces la Constitución es una Constitución necesaria, no puede haber otra, es la que está ahí, en el texto, la que podemos ir a consultar en este momento en una biblioteca, la constitución vigente, por lo tanto necesaria.

En cambio, hay otros que hablan de la Constitución contingente y aquí podemos todavía ver dos vertientes: la vertiente formalista y la vertiente que llamamos la Constitución del Estado Constitucional.

En la vertiente formalista, muy próxima al normativismo también, a la anterior que ya mencioné, porque habla simplemente de la constitución como texto, de la constitución en su forma, prescindiendo de su contenido.

Como razones perentorias, como razones últimas a las que hay que apelar, sin preguntarse demasiado el contenido, sin sopesarlo, sin hacer una visión crítica de las donaciones subyacentes de ese contenido y la única razón que nos dan es que es la Constitución; porque es constitucional no se le puede cuestionar más allá.

Muy bien, frente a esta vertiente tenemos lo que hoy denominamos o se denomina, que también lo dijo el doctor Cerdio, la Constitución del Estado Constitucional, el constitucionalismo ahora llamado neoconstitucionalismo, pero es una construcción más bien artificial de la escuela genovesa.

Vamos a quedarnos con la idea del constitucionalismo, qué pretende, qué quiere el constitucionalismo, distinto al formalismo o a la vertiente formalista de la constitución contingente, pues lo que pretende es una concepción de la constitución a partir de una idea invasora, como dice uno de los críticos de esta corriente, pero es un gran crítico, lo dice muy bien, y dice:

La idea de la constitución es una función invasora, es decir, que penetre en rodos los sectores de la vida pública y privada de un país, lo que podemos traducir en no solamente tener una constitución sino vivir bajo una constitución y que todos, absolutamente todos, empezando por el poder político, nos sometamos a los mandatos y a los principios constitucionales.

Me voy a referir rápidamente a unos elementos de la constitución del Estado Constitucional: un mínimo de rigidez, al que ya me referí; la idea de sobre interpretación de la constitución, que es una concepción de la interpretación constitucional, vamos a decirlo así, distinta a la legalista, distinta a la clásica, a la del método gramatical estricto.

¿Qué dice la sobre interpretación, a qué se refiere con la sobre interpretación de la constitución?

Bueno, que cuando el intérprete se enfrenta a un texto constitucional tiene que hacerlo de la manera más expansiva posible, más amplia posible, más progresiva ´posible, con relación a los derechos, con relación a los valores.

Como lo dice ahora el texto constitucional en el artículo primero, con la vertiente, con la perspectiva pro persona. Cuando el juez enfrenta un conflicto, tiene que tratar de elegir la interpretación del texto que más proteja a las personas, que más respete a sus derechos humanos.

Es decir, que hay una disyuntiva entre los valores de la autoridad y los valores de los derechos, elija los valores de los derechos, aunque se salga razonablemente del texto estricto de la Constitución,

Por eso le llaman, el nombre, digamos, es un nombre crítico, por eso le llaman sobre interpretar, no interpretar, sino sobre interpretar, más que interpretar. Para algunos es un pecado, esto de integrar en lugar de interpretar.

Pero para esto sabemos que en las corrientes de la interpretación jurídica tenemos dos grandes escuelas, también lo voy a decir muy rápido, pero los que son constructivistas, como Durkim, y los que son originalistas como los positivistas clásicos.

Es decir, qué tiene que hacer el intérprete: encontrar el significado, o atribuir el significado.

Ahí el mundo se divide en dos y no reina la paz entre unos y otros.

Para algunos hay que descubrir siempre por lo tanto lo que un encuentro es falso o verdadero. Por lo tanto el intérprete se equivoca o no se equivoca.

Para otros, como ya lo han dicho los compañeros que me han antecedido en el uso de la voz, se trata más bien de construir el significado, de construirlo desde distintas vertientes que el propio juez a la hora de un caso concreto tiene que construir el derecho y no solamente descubrir significados, sino asignar significados.

Esto grosso modo es lo que se llama sobre interpretación de la Constitución.

En un modelo moderno de estado constitucional se debe sobre interpretar.

Tercero. Control jurisdiccional o como se dice más conocidamente, defensa jurisdiccional de la Constitución.

Tiene que haber un Tribunal Garante de que el texto y los valores que representa el texto constitucional se respeten.

Y tenemos nosotros ahora un tribunal constitucional, bueno, lo hemos tenido siempre pero reconocidamente desde la reforma del Presidente Zedillo, un verdadero tribunal constitucional, o vamos a decirlo así de manera crítica, un tribunal constitucional en construcción que tiene que llegar a un buen puerto para defender la Constitución, o los valores que ella representa mediante los medios de control como el amparo, como la controversia constitucional, como la acción de inconstitucionalidad.

En eso podemos nosotros advertir, uno de los principales rasgos del constitucionalismo; un poder contra mayoritario razonable, fuerte, legítimo, y se legitima sólo mediante su argumentación, sólo ante sus decisiones correctas, adecuadas, justas, aceptables, etcétera.

Siguiente punto del constitucionalismo: La fuerza vinculante de la Constitución.

La Constitución ha dejado de ser un ideario político, un modelo de valores, es un texto jurídico también, es una norma entre otras normas, de máxima jerarquía pero norma al fin; fuerza vinculante de la Constitución.

Y con esto, otro punto muy próximo; por lo tanto aplicación directa de los preceptos constitucionales.

Se los pongo con un caso concreto sucedido en la Corte apenas el año pasado:

Cuando se reformaron los artículos 103 y el 107, que hablan del juicio de amparo, el legislador, el Constituyente Permanente construyó, reconoció una metodología de acceso al juicio de amparo en la procedencia, que conocemos todos los juristas como “interés legítimo”.

Ese interés legítimo no estaba reconocido previamente ni en la ley de amparo ni en la Constitución, pero el Constituyente dijo que ahora teníamos no nada más interés jurídico, lo que quieran acudir al juicio de amparo, sin interés legítimo.

Pero el legislador ordinario se tardó casi un año en adaptar la ley de amparo a la reforma constitucional.

La Corte Suprema se pronunció en un amparo diciendo: “La Constitución tiene que aplicarse directamente y entonces usted, quejoso, tiene interés legítimo”.

La Constitución lo reconoce y nosotros como Tribunal también se lo reconocemos en el caso concreto, aunque no haya ley de amparo; aunque la ley de amparo pues, vigente, no lo reconociera en ese momento.

Y finalmente un punto más, para pasarme a la siguiente contradicción:

La influencia de la Constitución sobre las relaciones políticas.

Decía yo que nadie puede escapar –y digamos no lo digo yo-; es un principio Constitucional, es un principio democrático; nadie puede escapar de la supremacía constitucional.

Parece una verdad de Perogrullo, pero lo cierto es que los factores reales del poder, los poderes fácticos, como se dice ahora, y desde luego el propio Poder Constituyente Permanente o reformador, a veces, la historia nos lo dice, ha dejado entrever que pudiera estar exento de esa supremacía.

Y para eso se los ilustro rápidamente con otro caso concreto. El famoso caso del amparo de los intelectuales, que también se dio en la Suprema Corte de Justicia.

Este grupo de intelectuales mexicanos fueron al amparo a decir: la reforma electoral de 2007, nos viola derechos fundamentales, y además se violó el Artículo 133 y el 135, por vicios formales.

Desde luego que esto no era un tema de agenda en el amparo, nunca lo fue, aunque no lo dijera la Ley de Amparo estrictamente mediante el cajón de sastre de la procedencia, la fracción XVIII del antiguo artículo 73, se decía, se dijo: “es notoriamente improcedente”. El juez de distrito lo desechó de plano.

Llegó el recurso a la Corte y la Corte, en una decisión histórica, señaló que no era notoriamente improcedente un amparo contra el acto de reforma. Claro, ahí empezaron a sonar los tambores de la guerra de los grupos enfrentados en materia, en la vertiente teórica, diciendo “¿cómo la Corte va a controlar –y ahora yo reflexionaba con lo que decía mi amigo, el doctor Cerdio–, cómo once señores van a decidir políticamente lo que la construcción democrática ha construido en una reforma constitucional? ¿Cómo lo van a hacer?

Este poder contramayoritario no puede rebasar los límites de la división de poderes, y en este caso concreto se puso en entredicho en un caso verdadero, en un caso real este conflicto teórico.

La Corte no se pronunció de fondo porque nada más era el puro desechamiento, pero señaló que no era notoriamente improcedente porque una cosa es la Constitución y otra cosa es el acto de reforma constitucional. Y lo que los señores venían cuestionando dentro del tiempo del amparo, los 30 días, era si este acto de reforma formaba parte o no de la Constitución porque no se habían respetado aparentemente las reglas parlamentarias, las reglas del procedimiento para poder llevar a cabo una reforma constitucional.

¿Y eso quién lo iba a controlar?

Si estamos hablando de un juicio de garantías, el único juicio adecuado que conocemos para ese control es el amparo. De modo que cuando la Corte se pronuncia fuerte sobre este tema, se levantan –insisto– las voces para decir que la Corte no puede hacer eso.

Finalmente, la Corte cambió de configuración, cambiaron los ministros y se regresó al inicio, la Constitución y el acto de reforma constitucional es intocable.

Me parece que ahí se confundieron dos principios: el de la supremacía, que es un principio jurídico; y el de la soberanía, que es un principio político.

Y con esto introduzco la siguiente contradicción, que era justamente ese enfrentamiento de principios: supremacía contra soberanía.

La soberanía es una vía de hecho, es una vía política, el pueblo tiene ese derecho –entre comillas– “inalienable” de cambiar de forma de gobierno, sí; pero una Constitución no puede reconocer jurídicamente su fin. En todo caso, esa es la vía política, no la vía jurídica. Si la propia Constitución reconociera su fin, entonces no habría supremacía.

Y con esto lo único que quiero decir es que el propio poder constituyente o reformador, se debe someter a lo que dice el texto constitucional y a los principios y a los valores que lo inspiran; y el tema que se abre, por supuesto, es el de las famosas cláusulas de intangibilidad, aquello de lo que hablábamos al inicio, de la petrificación o de la rigidez o de la constitución necesaria.

Siguiente punto, y con esto, que el tiempo no me alcanza, quiero pasarme algunos que había considerado, para terminar:

Un mínimo de objetivismo moral se debe tener, me parece, a la hora de interpretar la Constitución. Repito que no se trata de confundir lo que conocemos como moral social o la moral crítica, la de cada uno, con un objetivismo mínimo que nos hable de la dimensión valorativa de la Constitución.

Esto podría entrar en contradicción o podría entrar en colisión, más bien, con esta idea del positivismo y la tesis famosa, clásica de la separación entre derecho y moral. Pero si nosotros entendemos que el constitucionalismo actual trata de preservar esa vertiente descuidada, esa vertiente valorativa del Estado de Derecho; entonces tenemos un problema.

Recordemos que clásicamente el Estado de Derecho o el Estado constitucional de Derecho tiene cuatro pilares: dos que corresponden al área o a la vertiente de la autoridad; y dos, a la vertiente de los valores.

¿Cuáles son los de la autoridad?

La división de poderes y el imperio de la ley.

¿Y las vertientes de los valores?

Es el respeto a los derechos humanos y la legalidad de la administración.

Con esto cierro: los intérpretes o los de la escuela interpretativa clásica, la que dice que hay que descubrir significados, abraza los valores de la autoridad; le pone más acento a los valores de la autoridad.

División estricta de poderes. El juez solamente debe de aplicar la ley y, por supuesto, imperio de la ley.

En cambio, en la otra vertiente apoya más los pilares de los valores y esos pilares son –ya lo dije– el respeto irrestricto a los derechos humanos y la legalidad, el sometimiento del poder público a los valores legales y constitucionales, desde luego.

No es que se rechacen unos y otros o que se eliminen o se excluyan; es una cuestión de acentos.

Ante un caso trágico o un caso difícil de interpretación, ¿qué tipo de juez constitucional queremos? ¿Qué tipo de filosofía constitucional queremos detrás de ese juez? ¿El que se vaya del lado de los pilares de la autoridad o el que se vaya del lado de los pilares de los valores?

Esta dimensión valorativa es necesaria en el Estado constitucional moderno y no supone en modo alguno –y aquí creo esto puede ser motivo de debate– no supone una regresión al iusnaturalismo ni mucho menos.

Se supone un abandono del positivismo, pero abandonar el positivismo clásico no supone analíticamente caer en el iusnaturalismo; hay mucho más que esos dos universos. En todo caso podríamos hablar de un pos positivismo incluyente, abierto, democrático, plural.

Considero, entonces, para terminar, que tanto en la clase política como en la clase jurisdiccional –si se puede hablar de clase– es necesario replantearnos qué filosofía de la Constitución tenemos y queremos para las futuras generaciones.

Muchas gracias.

PRESENTADOR: Damas y caballeros, por razones de tiempo no podremos pasar a nuestra sesión de preguntas y respuestas.

A continuación se llevará a cabo la entrega de un reconocimiento a nuestros exponentes por parte de la senadora Ana Lilia Herrera Anzaldo, integrante de la Comisión de Desarrollo Urbano.

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