Versión estenográfica del mensaje del senador Roberto Gil Zuarth, presidente de la Mesa Directiva del Senado de la República, al presentar de la iniciativa de la Ley General para el Control de la Cannabis.

SENADOR ROBERTO GIL ZUARTH: Muy buenas tardes tengan todos ustedes. Bienvenidos al Senado de la República.

 

Les agradezco en lo personal a todos su presencia: académicos, expertos, miembros de la sociedad y organizaciones de la sociedad civil que han participado activamente en la discusión con respecto a la política de drogas en nuestro país.

 

Estamos aquí reunidos porque la guerra global contra las drogas ha fracasado. De haber sido eficaz, el consumo se hubiera reducido a lo largo de prácticamente medio siglo; de haber sido exitosa no habría organizaciones criminales con alto poder económico, capacidad de fuego y poder corruptor; ni regiones enteras de nuestro país azotadas por la violencia.

 

De haber sido socialmente útil, simplemente no estaríamos frente a la necesidad de discutir y encontrar alternativas para enfrentar el problema de la oferta y sobre todo de la demanda de drogas. De ser constitucional, no habría precedentes judiciales que planteen otros caminos de regulación.

 

De seguir siendo un consenso global estable, no estaríamos frente a un cambio inevitable en los paradigmas tanto en Naciones Unidas como en muchos países; desde Uruguay hasta los Estados Unidos.

 

Una guerra que inició del otro lado de la frontera, en Estados Unidos, ha costado la vida y la tranquilidad de miles de mexicanos. Una guerra que surgió por prejuicios y estigmas raciales, sigue siendo una pesada losa para los más vulnerables, sobre todo para los jóvenes.

 

Una guerra que surgió sin evidencias sobre los efectos en la salud del consumo, especialmente de la marihuana o cannabis, se resiste a terminar a pesar de que hoy existe información en el sentido de que el riesgo a la salud es relativamente bajo y que incluso, ciertas aplicaciones tienen cualidades medicinales y terapéuticas.

 

Una guerra que ha llenado el bolsillo de las bandas criminales que controlan el mercado negro y también de los fabricantes y vendedores de armas, que sirven para proteger el mercado ilícito.

 

Cambiar el régimen regulatorio de la cannabis es un paso esencial para reducir las consecuencias sociales de la guerra contra las drogas. No es un paso en sí mismo suficiente para terminar con la violencia o con la presencia del crimen organizado; pero sí es necesario para reducir sensiblemente los efectos del mercado negro, para proteger la salud de los consumidores, para evitar los riesgos inherentes al acceso a las fuentes de suministro.

 

La marihuana es la droga más común en México y en el mundo, y por tanto, acapara una parte importante del mercado agregado de las drogas. No es una sustancia inofensiva, en efecto, pero sí una que según evidencia científica disponible, implica bajos riesgos para la salud de los consumidores.

 

En razón del daño potencial para su consumo, justifica alternativas de regulación menos invasivas a la prohibición absoluta o radical, fórmulas más sofisticadas e inteligentes a la amenaza coactiva extrema, tal y como empieza a sugerir el consenso internacional y tal como afirma la sentencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en el caso SMART.

 

Reducir el tamaño del mercado negro de las drogas a través de una regulación que separe claramente los mercados en función del daño potencial de las sustancias, es un medio para expropiar una parte importante del negocio del crimen organizado.

 

El mercado de la cannabis tiene un valor de 140 billones de dólares anuales, que hoy terminan en manos del crimen organizado. El valor de las exportaciones mexicanas ilícitas a Estados Unidos de marihuana, es de 40 billones de dólares anuales. Se estima que el 40 por ciento de los ingresos netos de las bandas criminales, proviene del comercio de la marihuana.

 

Esas inmensas utilidades sirven para acrecentar su tamaño y su capacidad de daño a nuestras sociedades; son en cierta medida la renta por la que se disputan rutas y plazas y al mismo tiempo, con lo que financian su capacidad instalada –hombres, armas, protección institucional– para cometer otros delitos.

 

Por otro lado, las interacciones en el mercado negro son oportunidades para la criminalización y la extorsión de los consumidores; pero también para persuadirlos de escalar hacia drogas más adictivas y más dañinas para la salud.

 

El mercado negro facilita la disposición de drogas a los más jóvenes, porque en la clandestinidad no hay límite o restricción que valga. Los narcomenudistas no son oferentes leales, no observan las normas establecidas para prevenir los riesgos a la salud; no piden identificación antes de vender; no cuidan la calidad de lo que venden o las cualidades informativas del etiquetado: buscan clientes que paguen y regresen a seguir consumiendo, sobre todo si son más vulnerables.

 

En efecto, un mercado regulado bajo control estatal eficiente es, sin duda, un mejor mecanismo para poner diques al acceso a sustancias dañinas para nuestros jóvenes.

 

Se dice recurrentemente que el consumo de las drogas está despenalizado en nuestro país. Se afirma que el consumo de la marihuana ya es legal y, en consecuencia, nada debe cambiar.

 

Sí, efectivamente, consumir drogas no es delito. No es delito en México consumir cannabis.

 

La despenalización del consumo, por cierto, ha sido resultado de la gradual pero tímida sustitución del enfoque punitivo por uno de salud público, pero esa evolución ha sido notoriamente insuficiente.

 

Repetimos como mantra que no debemos criminalizar a los consumidores, pero no hemos sido capaces de crear una opción para que no se pague con la cárcel realizar cualquiera de las actividades necesarias para consumir.

 

Se ha creado un umbral de posesión lícita, pero todas las actividades, desde la producción hasta el comercio pasando por el transporte y el suministro son delitos.

 

Entre 2006 y 2014, el 73 por ciento de las detenciones por delitos relacionados con las drogas a nivel federal se asociaron con posesión o consumo.

 

La ley permite portar para consumir, pero para poder portar y, por tanto, para poder consumir, es necesario sumergirse en el mercado negro.

 

Si la persona supera el umbral de portación para consumo, la ley presume fines de suministro, distribución o venta. Si esa persona es detenida y juzgada pasará de 10 meses a seis años en prisión, según sea el caso. Durante el juicio, por cierto, esa persona estará en prisión preventiva por tratarse de delitos contra la salud.

 

Y aún cuando una determinada persona se encuentre dentro del umbral de portación lícita para consumo, la ley ordena que sea detenida, se le remita al ministerio público, se inicie la averiguación previa.

 

No se ejercerá la acción penal, pero ya habrá tenido que enfrentarse a múltiples oportunidades de extorsión por parte de las autoridades.

 

Si son menores de edad, seguramente las extorsiones a ellos o a sus padres serán mayores. Y si esa persona no contó con abogado o se defendió mal, terminará probablemente en prisión por esos delitos o por otros.

 

Destinamos cerca de dos millones de pesos diarios para mantener a consumidores en prisión. 720 millones de pesos anuales única y exclusivamente para manutención de personas en situación de reclusión por portación o consumo de marihuana, sin contar, por supuesto, los costos operativos de la detención, de la averiguación previa, del juicio, etcétera.

 

No hay despenalización efectiva mientras no se resuelva la cuestión de la oferta.

 

De nada sirven los umbrales de portación para consumo si no hay manera lícita de acceder a las dosis. El mercado negro se mantendrá intocado si no hay forma lícita, racional y controlada de abastecimiento.

 

Regular la marihuana significa también que miles de personas no tengan que enfrentar la prisión por el mero hecho de consumir; pero también significa una alternativa productiva para los campesinos mexicanos que hoy viven bajo la ley de la plata o el plomo que imponen los criminales.

 

Es absurdo que Estados Unidos y Canadá se muevan hacia opciones regulatorias que implican la posibilidad de producción propia de marihuana y nuestros campesinos no tengan otras opciones más que someterse a las bandas del crimen organizado o la pobreza, los desplazamientos internos o la cárcel.

 

No hay justificación para que allá se produzca y consuma marihuana de forma lícita, mientras que aquí perseguimos con toda la fuerza del Estado a los productores que cultivan para exportación.

 

Si allá es lícito el consumo de la marihuana, no hay razón para que aquí sea delito producirla.

 

El caso de la niña Grace impulsó el debate sobre el uso medicinal de la marihuana. Fernando Belaunzarán aquí presente, entonces diputado federal, apoyó la causa de los padres de una niña que sufre una forma grave de epilepsia que le provoca hasta 400 convulsiones diarias.

 

No encontraron esos padres solución ni en la ley ni en las instituciones sanitarias para importar medicamentos anticonvulsivos a base de cannabidiol, a partir de las experiencias alentadoras derivadas de la investigación científica en torno a sus propiedades terapéuticas.

 

Aquí nos acompaña el padre de Grace.

 

La medicina moderna ha encontrado aplicaciones curativas, desde analgésicas, antiinflamatorias o ansiolíticas, hasta como acompañamiento de la quimioterapia en tratamiento de cáncer, entre otras.

 

La prohibición radical en nuestro país ha obstaculizado la experimentación científica. No hay industria ni mercado para las aplicaciones medicinales o terapéuticas.

 

En algún momento alguien decretó que era absolutamente dañina y, en consecuencia, complicamos el avance científico y tecnológico; hasta que la realidad y la necesidad nos alcanzó. Otras sociedades están explorando satisfactoriamente aplicaciones medicinales y terapéuticas.

 

Hay evidencia que empieza a estabilizar conclusiones, pero no podemos quedarnos en la timidez de abrir únicamente las importaciones. Si es así, limitaremos las posibilidades de experimentación y se encarecerá el acceso al tratamiento.

 

Regular el mercado de la cannabis implica traer un mercado controlado desde la perspectiva sanitaria de usos médicos y terapéuticos; patentes mexicanas, productos médicos disponibles y de eficacia probada en el sector salud; alternativas para atemperar el dolor y al enfermedad; paliativos para mejorar la calidad de vida de las personas.

 

Esta iniciativa fue elaborada por un amplio y muy destacado grupo de investigadores, académicos y actores de la sociedad civil que han estudiado no sólo los efectos de la guerra contra las drogas, sino también alternativas regulatorias más eficientes.


Han puesto bajo la lupa los recientes cambios legales y de política pública en diversas partes del mundo. Han extraído lo que funciona y lo que no, lo que tiene sentido y lo que aún no confirma sus premisas.


La iniciativa propone una regulación integral, un modelo regulatorio  para uso personal, terapéutico, médico y científico. El primer objetivo que se plantea la propuesta es reducir el mercado negro que hoy está en manos del crimen organizado, sin fomentar o alentar el consumo.

 

Primero, se permite el cultivo doméstico; hasta seis plantas para consumo estrictamente personal, con el fin de evitar la necesidad de recurrir al mercado negro para el abastecimiento.

 

Se abre la posibilidad de asociaciones o cooperativas de producción, que provean a sus socios una cantidad regulada al mes con estándares de información, condiciones de calidad y obligaciones de detección de consumo problemático.

 

A diferencia del modelo de clubes cannábicos, en la iniciativa se prohíbe el consumo presencial y por tanto las cooperativas se limitan únicamente a la provisión regulada, con el fin de evitar la estigmatización de consumidores, garantizar su intimidad y evitar la inducción a otras formas más severas y dañinas de consumo.

 

Se crea también un mercado regulado no competitivo, que excluye la participación de la iniciativa privada y que hace del Estado el único comprador de la producción y el único vendedor de los productos.


La iniciativa propone, en consecuencia, que el Estado regule las características del bien, la cantidad producida e intercambiada y el precio, con el propósito de disminuir los incentivos a recurrir al mercado negro y disuadir, por la vía de la oferta, el consumo, tal y como funciona en Canadá para el caso del alcohol.

 

Un instituto funcionará como el órgano regulador del mercado desde la producción hasta la venta o suministro. Una entidad paraestatal, como comprador de toda la producción de los campesinos y proveedor único para los distintos usos permitidos en la ley.

 

Esta combinación de instituciones garantiza que el Estado nunca pierda el control del mercado.

 

Un segundo objetivo es la descriminalización efectiva de los consumidores de marihuana. Todas las conductas asociadas al consumo se trasladan del ámbito penal a las sanciones administrativas: multas, trabajo comunitario y arresto por 36 horas, como también sucede en nuestro país en el caso del alcohol.

 

Lo único que se mantiene en el ámbito de lo penal es la producción, transporte o comercio fuera de los supuestos previstos en la ley o cuando se realice bajo la modalidad de delincuencia organizada, así como la corrupción de menores, estos es, la inducción al consumo de menores de 18 años.

 

El tercer objetivo de la propuesta es abrir las posibilidades de usos médicos y terapéuticos de la cannabis y sus derivados, tanto para la experimentación nacional, como la importación de productos.

 

La iniciativa propone reglas específicas para normar la producción con aplicaciones farmacéuticas, la utilización de dichos productos pro consumidores, los estándares de calidad, los controles sanitarios, la seguridad industrial para garantizar la separación efectiva de mercados, las concentraciones de cannabinoides en las distintas fórmulas activas de los productos medicinales y terapéuticos.

 

Amigas y amigos:

 

No podemos abordar el problema de las drogas desde el paternalismo que pretende corregir las conductas de los otros a base de castigos ni desde el perfeccionismo moral que impone modelos de vida y de comportamiento de unos frente a otros.


Lo tenemos que abordar desde la libertad responsable de las personas que son capaces de decidir sus propios cursos de acción y de medir las consecuencias de sus actos.


Hay muchos ejemplos de fórmulas regulatorias que activan motivaciones internas de las personas para tomar decisiones responsables, mucho más eficaces que la amenaza de la sanción extrema, de la cárcel como disuasivo.

 

Peor aún, cuando la ley es constantemente violentada, como sucede en el caso de las drogas; lo único que se debilita es la cultura de la legalidad, la percepción de eficacia de las instituciones para ordenar y controlar las conductas de las personas.

 

Prácticamente toda persona en nuestro país sabe que comerciar y consumir drogas está prohibido, pero al mismo tiempo percibe que no pasa nada si se viola la ley.

 

Ahí está una de las causas de la percepción mayor de impunidad en nuestro país.

 

Podemos llenar todas las cárceles de consumidores, pero difícilmente vamos a erradicar el consumo, porque mientras existe una persona dispuesta a consumir, habrá una personadispuesta a proveerle desde el mercado negro.

 

Es la ley de la oferta y la demanda que como la ley de la gravedad, responde a dinámicas de causa y efecto.

 

Construir una alternativa regulatoria para la marihuana no es sinónimo de una legalización indiscriminada de las drogas.

 

Nadie plantea que el día de mañana, en cualquier expendio de periódicos o en cualquier tienda de la esquina, se pueda adquirir una cajetilla de marihuana de una u otra marca, con sabores o colores diferentes, con imágenes sugerentes para atraer a consumidores.

 

Buscamos simplemente que el mercado negro sea menos grande y abrasivo, que ningún consumidor pase sus días tras las rejas, que un enfermo se pueda beneficiar de un remedio médico terapéutico.

 

Protejamos a nuestros jóvenes con prevención, información, regulaciones eficientes que los alejen de la inducción y los riesgos activando sus motivaciones internas para decidir lo mejor para su vida, para su salud y para su desarrollo.

 

Nunca he consumido, no tengo la intención de consumir una droga, o marihuana, soy asmático, ni quiero que mis hijos se enfrenten nunca a la tentación de hacerlo.

 

Pero la responsabilidad de informar a mis hijos es mía; el deber de evitar que caigan en cualquier adicción por imitación o desinformación también es mía, y ese deber no lo puedo trasladar a otros, mucho menos al Estado.

 

La política prohibicionista es, al final de cuentas, una forma de transferir el costo y la responsabilidad propia del consumo a los no consumidores.

 

Bajo la lógica punitiva, los no consumidores pagamos los costos económicos y de convivencia que generan los consumidores.

 

Con nuestros impuestos, sostenemos un enorme aparato estatal para perseguirlos: policías, ministerios públicos, jueces, prisiones para evitar por la fuerza que no consuman, riesgos, violencia, organizaciones criminales que gravitan en torno al mercado negro, que se crea precisamente por el consumo prohibido.

 

El sentido común indica que ese dinero estará mejor invertido en informar para alentar la responsabilidad individual y de crear alternativas para que una persona pueda voluntaria y libremente superar sus hábitos de consumo.

 

Que ese dinero estará mejor invertido persiguiendo el robo, el secuestro, la extorsión, la trata de personas y un sinfín de etcéteras, antes que criminalizando a consumidores, o poniéndoles barreras para hacer más difíciles, más caras y más riesgosas sus decisiones personales.

 

Milito -y espero seguir militando después de este día- en un Partido que aprecia la vida como principio y fin del orden social, pero también que abraza la libertad individual y el sentido de responsabilidad.

 

Me resisto a que todo cambia en nuestro alrededor y nosotros sigamos empeñados en poner los muertos.

 

Que el mundo gire poniendo en duda los paradigmas que pensamos inmutables y que nosotros sigamos aferrados a una receta que se ha cansado de mostrarse fallida.

 

Debemos recoger las lecciones de los golpes de la dura realidad: lo que hemos sufrido por décadas en violencia, corrupción y zozobra.

 

En estas decisiones nos jugamos, como generación, nuestro lugar en la historia. O nos atrevemos a cambiar, o la realidad, se encargará de cambiarnos.

 

Aquí una pequeña contribución de muchos para cambiar con sentido de bien.

 

Por su atención, muchísimas gracias.