Versión estenográfica de la exposición de la doctora Celia Maya García, integrante de la terna presentada por el titular del Ejecutivo Federal para la elección de Ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ante la Comisión de Justicia del Senado de la República.

 

 

Señoras senadoras, señores senadores.

 

Con la venia de la mesa.

 

Comparezco ante esta Comisión senatorial, para exponer mi pensamiento y convicciones acerca de la Suprema Corte de Justicia y la labor de los ministros, como integrantes del más alto Tribunal de la nación.

 

Lo hago, sabedora de que mis palabras han de ser puntualmente consideradas en la toma de decisión que llevará a escoger al jurista que ocupe la magistratura actualmente vacante en dicho cuerpo colegiado. Porque son expresiones de la personalidad y de la mentalidad de quien aspira a ocupar dicho relevante cargo nacional.

 

Mis palabras manifiestan las reflexiones de una vida entera dedicada al servicio de la administración de justicia en uno de los estados de la Unión. Y también se nutren de las aspiraciones y demandas de justicia del pueblo mexicano.

 

Las que se exponen en la vida cotidiana y que de ordinario, están muy distantes de los estudios teóricos y de las posiciones formalistas de los órganos jurisdiccionales.

 

Sea mi primera consideración, la de que mi candidatura hace justicia a los juristas de provincia, a quienes un centralismo desbocado por lo común ignora, menosprecia o desdeña; porque privilegia el reconocimiento de los agentes del sistema jurídico y judicial en función de su desempeño en el ámbito de las instituciones, y agencias estatales o académicas, asentadas y funcionando en la capital de la República, en el centro de todos los poderes.

 

Provengo de la clase de Tribunales locales, tantas veces relegados al momento de las elecciones de los altos jueces de la nación.

 

Dado el carácter colegiado de la Corte, su composición heterogénea por cuanto vea la procedencia de las ministras y ministros, su ideología, su cultura y su saber; un nuevo ministro surgido de la Judicatura local, vendría a fortalecer con su experiencia y su visión, la pluralidad que caracteriza a nuestra Suprema Corte de Justicia.

 

El acceso de un juzgador de provincia a la Corte, significa también una expresión del federalismo, representado y vigente en la Cámara de Senadores; porque con su elección se actualiza una antigua pretensión de los estados de la Unión, de incorporar a sus mejores mujeres y hombres al supremo cargo de la Judicatura nacional.

 

Por ello, aspiro fundada en mi trayectoria y mi desempeño como impartidora de justicia en el Poder Judicial del estado de Querétaro, por más de cuatro décadas; a ser ministra de la Suprema Corte, por decisión del Senado, pues considero que para un juzgador no existe un honor y una responsabilidad más relevante y superior, que la que la Constitución encomienda a los integrantes de ese cuerpo colegiado.

 

Y también estimo que en esa respetable y definitoria instancia, tendría la ocasión para expresar mi criterio, mis argumentos, mi postura respecto a los asuntos competencia de la Corte; con las bases y formación que el largo periplo como juez y magistrada local me han dotado, y con las ideas que en apretada síntesis paso a exponer.

 

Ha transcurrido un siglo desde que la Revolución se hiciera norma y programa en la Carta de Querétaro. En la sesión vespertina del 26 de enero de 1917, el diputado Heriberto Jara se pronunciaba con un testimonio acusatorio que legó a la posteridad, contra la justicia penal, la justicia de las élites, la justicia al servicio de los poderosos; y siempre, inaccesible a los pobres, a los desvalidos, a las clases mayoritarias del país.

 

Pues bien, cuando apenas se han ido apagando los fastos celebratorios del centenario del primer código social del mundo, que elogiaba la panacea y las esperanzadoras letras de redención de los humildes; de los sintierra, de los sinderechos, de los ignorantes y de los pobres; en cruda y lacerante contradicción se agravan aquí y allá los retrasos sociales que aquella Constitución pretendía cancelar.

 

Ningún discurso tiene la virtud de demostrar que de la letra constitucional se ha transitado a su realización en los hechos sociales, pues, a cada paso afuera de nuestros despachos, en el entorno cercano, no a uno distante y oculto; sino el que se descorre continuamente ante nuestros ojos.

 

Apenas se transita por las calles citadinas, en los barrios, por las colonias populares, por los pueblos de caminos polvorientos que las promesas de la Revolución, las de redención social de las masas, pero sobre todo las de una auténtica y genuina justicia pronta, rápida, expedita y gratuita, suenan muy bien como lemas de los libros de los doctrinarios, pero suenan terribles e irónicas para los que no tienen acceso a ella.

 

Por ello, concibo que la corte tiene un reto inmenso, pero acaso asequible, porque le atañe el compromiso de hacer que este angustioso panorama cambie para que, como supremo tribunal de la República, sea el crisol donde se plasmen los ideales justicieros, y su sentencias anuncien una nueva era de fe en los jueces, que inspire y conduzca a una profunda renovación que ofrezca al país, a todos sus ciudadanos sin distinción, una garantía efectiva de justicia.

 

En la actualidad, la percepción social respecto a la Corte, es preocupante, porque expone su lejanía de las causas del pueblo.

 

Su elevado sitial que dignifica y enaltece, también impone distancia y apartamiento.

 

El ciudadano común, no identifica a la Corte como un alto tribunal de la nación que sea la salvaguarda de sus derechos, sino como un ente ajeno y a veces insensible a las demandas de justicia de la sociedad.

 

De ahí que la Corte deba asumir una postura más comprometida con la justicia del pueblo, deba ejercer con mayor amplitud y cobertura su capacidad de atracción de las causas que afectan a las colectividades para deshacer entuertos y restaurar la justicia.

 

Ha sonado la hora de descartar el molde y los criterios de la rancia justicia liberal individualista, para dar paso a una nueva etapa de la cultura de los derechos, de la asunción de las nuevas corrientes de pensamiento jurídico que postulan los derechos humanos y el humanismo, a la protección de los grupos vulnerables y a los individuos y comunidades que han experimentado históricamente la denegación de justicia por el apego a los tecnicismos y los mitos procesales.

 

La Corte, abrevando en el reparto de nuevas atribuciones de las décadas recientes, se ha transformado de aquel plan que diseñó el constituyente del 17, y no me refiero a las imperiosas adecuaciones que reclama el ajuste a los cambios que experimenta la dinámica social para evitar la obsolescencia y la caducidad, sino al gigantismo consecuente a la adscripción de tareas y responsabilidades que no les son propias ni genuinas, en tanto que institución encargada de impartir justicia.

 

Una exigencia del federalismo judicial, reside en restablecer su esencia original, en una ética republicana y ante la ausencia e insuficiencia de recursos públicos para dar respuesta a la creciente demanda social de satisfactores de las necesidades básicas de la existencia, se impone a adelgazar el gasto de la Corte y del Poder Judicial en general, no solamente eliminando lo superfluo e inconducente, sino con medidas más drásticas, como disminuyendo su crecida planta de funcionarios y empleados.

 

Hay que reducir el presupuesto asignado al Poder Judicial, acotando sus dependencias y funciones estrictamente a lo judicial.

 

Como jurista formada en la Universidad pública, creo en los valores permanentes y estructurales del Estado Constitucional y Social de Derecho.

 

En el Estado contemporáneo de occidente es impensable un gobierno carente de límites y precisamente la Constitución es la que tiene consignados con caracteres indelebles, producto de las luchas políticas y sociales, en principio toral de la libertad del hombre, del ciudadano, de la persona, para que el poder público no lo abarque todo, porque, aunque ley suprema del país, no esta destinada a regir la vida de los particulares y esa es su teleología.

 

La otra gran divisa que orienta mi actuación es el esquema divisional del poder, como garantía institucional de la libertad, eje vital y excelente de la República.

 

Separación funcional, pero con identidad de miras y propósitos, porque el gran cometido que todos los servidores de la nación tenemos es la búsqueda, cada uno en sus respectivas órbitas, para que la suma de esfuerzos y voluntades redunde en el único resultado que es mensurable y perceptible: el bien público.

 

Y es en este vértice donde se ubica la misión que nuestro sistema constitucional ha confiado a la Corte, la última palabra en cuestiones judiciales y la lectura plausible de la Constitución.

 

Y también aquí advierto que reciben los retos en el inmediato devenir, porque ha de desarticularse el discurso de lo imaginario y de las adscripciones, para hacer justicia real, efectiva y traducible para todas las personas.

 

Es imperativo en nuestra de inéditos retos del sistema jurídico y de transformación por la irrupción de nuevos estándares de justicia, recuperar los canales de control constitucional.

 

La función de jueces supremos de la Unión en la era del cambio de paradigma constitucional, con la reforma al artículo 1° de la Carta Magna, para que se abandone el criterio típico de aplicador del orden positivado, para dar cabida a la función de intérprete de supremo decisor de las cuestiones del cambio profundo, para la defensa de los derechos humanos, d ellos derechos sociales y de los derechos de los grupos vulnerables.

 

Para ello es impostergable sustituir la postura legalista por una función justiciera, incluso apartándose de precedentes que son inadecuados para resolver los inéditos problemas de una sociedad pluralista y pluricultural.

 

No solamente es pertinente la variación en el método y la orientación en la administración de justicia. El discurso institucional es una producción que expone, con bastante certeza, los atributos de su emisor.

 

El de la Corte y los tribunales y los tribunales federales suelen ser repetitivo, a veces ampuloso o farragoso; otras elíptico, pero invariablemente extenso.

 

Por supuesto estoy excluyendo el fondo de los asuntos, sus argumentos y bases, su congruencia interna y su sentido resolutorio. Me refiero al estilo. En definitiva, no queremos que se asocien las notas inadecuadas de esta literatura judicial a la suprema función de la justicia.

 

Por otra parte, un efecto inaceptable de ese discurso judicial es que funciona como modelo para la Judicatura Nacional, que lo replica acríticamente con la sola autoridad de su fuente.

 

Yo creo que es preciso dar un viraje radical en las formas, recuperar la sencillez, sin que ello implique caer en la simpleza, hacer resoluciones claras, cortas, sin redundancias, directas, sin rebuscamientos.

 

Entiendo que el discurso judicial, jurídico de suyo tiene graves lastres de comunicabilidad porque es fundamentalmente, quiérase o no, un lenguaje para juristas.

 

Pero el cambio es encomiable y posible, y se puede mejorar mucho en este aspecto, porque la razonabilidad y la congruencia de las sentencias, no están reñidas con la brevedad, la claridad y la precisión.

 

Propongo que la Corte replantee la definición de la línea institucional del tiempo que hasta hoy se publicita con amplia difusión.

 

No podemos ser herederos de épocas aciagas, en que la Corte se asumía como una instancia legitimadora de la obra presidencial, como un espacio privilegiado que servía de asilo a los políticos descartados.

 

Un Tribunal que ejercía el silencio pusilánime ante las atrocidades de los crímenes y las inequidades de los dictadores.

 

No pretendo adscribirme a una lista de ministros de tapas oscuras de complicidad con la corrupción y los abusos de poder.

 

Todos los funcionarios somos guardianes de la Constitución. Ésta, a ninguno le adjudiquen exclusiva su defensa, su custodia.

 

El reparto de las funciones del poder soberano es la mejor garantía de la observancia de la Constitución.

 

Si a la Corte le corresponde pronunciarse sobre la constitucionalidad de un acto de cualquiera de los agentes del poder público, eso no le confiere supremacía o preponderancia alguna. Nadie sobre la Constitución.

 

Que a la Corte le toque definir el apego a la ley fundamental del país, es solamente una de las facetas de defensa de la Constitución, que lo mismo compete al juez menor, al presidente municipal, que, al Gobernador, o al Fiscal General de la República.

 

Hay que hacer cesar todo acto de propaganda, de auto ensalzamiento, de la Corte en el sentido apuntado.

 

Y que sean los ciudadanos los que valoren y juzguen su desempeño, su mérito y su contribución, al sostenimiento del Estado de Derecho y los fines temporales del Estado mexicano.

 

Mi compromiso es con la justicia, con la justicia para el pueblo, con la renovada fe en los antiguos y esenciales valores de la persona, de su dignidad.

 

Mi compromiso es con una reforma de la justicia para que accedan a ella todos los que la demanden, sin cortapisas ni pretextos, una justicia sin adjetivos, no sacada de los anaqueles de los doctrinarios.

 

Una justicia que contribuya a que la sociedad mexicana viva en paz, armonía y libertad.

 

Señoras y señores senadores, integrantes de la Comisión de Justicia:

 

He manifestado con respeto, mis planteamientos acerca de la Corte y sus ministros; su misión y sus responsabilidades, y también sobre la oportunidad de imprimir un giro a su quehacer, para restituirle su función primigenia, bajo la órbita del federalismo judicial.

 

Espero su decisión, confiada en que será justamente evaluado mi perfil y tomadas en consideración mis reflexiones, las que no son sino el resultado de una dilatada y enriquecedora experiencia en la tarea de impartir justicia en uno de los estados de la Unión, sitio predilecto de la patria y cuna de la Constitución.

 

Muchas gracias.