Versión estenográfica de la exposición del doctor Juan Luis González Alcántara Carrancá,  integrante de la terna para ocupar el cargo de Ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ante el Pleno del Senado de la República.

Señor Presidente de la Mesa Directiva del Senado de la República, Martí Batres Guadarrama.

Honorables senadoras, senadores y medios de comunicación que nos acompañan:

Es un alto honor comparecer ante ustedes como integrante de la terna enviada por el Presidente de la República, para que este cuerpo soberano elija al futuro miembro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que continuará los esfuerzos del ministro José Ramón Cossío.

Triple prenda de orgullo, primero, ser considerado por el Ejecutivo. Segundo, comparecer ante este Cuerpo Colegiado. Y tercero, aspirar a continuar con los esfuerzos de ese gran ministro.

En este momento, como lo dije ante la Comisión de Justicia, es la culminación de la carrera de un juez, la pretensión de llegar a ser ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, se vincula con los anhelos de justicia de un pueblo que aspira a ello.

He dictado miles de sentencias en mi labor como magistrado. En todas y cada una de ellas, he puesto mi mayor empeño y he rendido homenaje a los juristas que me formaron en la Facultad de Derecho de la UNAM.

Agradezco a mis padres su ejemplo y principios que me inculcaron en el amor por nuestra patria.

Desde el honroso puesto de magistrado, nunca he dejado de formularme las preguntas que se hacen, todos los días, tantos mexicanos; ¿podrá cambiar y mejorar la justicia en México? ¿Es posible una transformación sustancial, de lo que llamamos y entendemos por justicia?

¿Por qué razón los proyectos de reformas se quedan siempre, muy por debajo de lo que se propusieron? ¿Cuáles son los obstáculos invencibles que se levantan en contra de los intentos de cambios tan profundos? Y ¿hasta qué punto puede ser cambiada y mejorada la justicia?

Ante el Pleno, recojo las profundas convicciones y las sentidas inquietudes que me fueron formuladas en el seno de la Comisión de Justicia del Senado de la República. En primer lugar y con el privilegio de acompañar a dos grandes y extraordinarias juristas en esta terna, reconozco que no hay otra posición ética posible en México, que la de ser feminista y asumirse como tal en el ejercicio de cualquier rol que uno juegue dentro de nuestra sociedad.

La igualdad en nuestra patria, nunca debe de plantearse en términos bélicos de género, pues la participación de la mujer requiere una visión de igualdad. Y aunque queda mucho por interpretar para que los tribunales dicten sentencias en las cuales la igualdad de la mujer se estructure en todos los niveles.

La Suprema Corte debe consolidar la perspectiva de género en la interpretación y aplicación de los derechos humanos; en las políticas y en los programas de los mecanismos nacionales e internacionales en materia de asilo, de migración, de marginación. Aún hay mucho sufrimiento en las mujeres y en las niñas de México.

Es evidente que la problemática ambiental se plantea como crisis de la civilización, y de la racionalización de la modernidad y de la economía de un mundo global. El daño al medio ambiente es la pérdida del sentido de la existencia, que genera el pensamiento racional, pues reconozco que nos enfrentamos a una muerte entrópica del planeta, si no actuamos con la celeridad que nos exigen las nuevas generaciones.

La crisis ambiental es la crisis del efecto del conocimiento sobre el mundo.

Pensar en la justicia del siglo XXI, implica pensar en las nuevas crisis económicas y políticas. Un Estado social que retrocede, en el que el desempleo crece, en que los ancianos son abandonados y desatendidos, en el que los jóvenes no encuentran su lugar, en que la pobreza se extiende y la vida pública se degrada, nos obliga a pensar en las pobrezas constitucionales que se necesitan materializar.

Lo que la justicia le exige a la Suprema Corte, es entender el juego de estas cuestiones estructurales que alcanzan a las reglas de las instituciones dominantes de los principios de las organizaciones.

Comparto la preocupación por los alarmantes niveles de pobreza, por la brecha de la desigualdad. La Corte tiene la obligación de corregir los modos en que la sociedad se relaciona con su entorno ambiental.

Comparto también, la profunda convicción de que México no debe de vivir más en un Estado de guerra. El derecho penal en nuestra patria, se ha convertido en un derecho penal del enemigo.

El Estado ya no habla con sus ciudadanos, sino amenaza a sus enemigos.

Algo extraño está ocurriendo en el derecho penal y es función de la Corte corregirlo.

Aquí también tenemos un sismógrafo, como el de Jacobs, que ha identificado ciertos temblores previos en el ordenamiento penal, mucho antes de que se produjera el quiebre de la falla del derecho que se materializó con nuevas guerras.

La reforma constitucional del 2011, ha transformado la sensibilidad de nuestra sociedad y de la Política Pública en México.

Coincido con lo expresado por un senador durante mi comparecencia ante la Comisión de Justicia, ni un paso atrás en la progresividad de los derechos humanos.

México no puede renunciar a la libertad, sin renunciar a la condición humana.

Este peligro es siempre actual, pues las sociedades modernas abdican de la libertad cuando se les ofrece mayor seguridad o prosperidad económica.

No debemos perder de vista en México, lo sabemos bien, que la libertad es el goce pacífico de la independencia.

Cuando hablo de libertades, hablo de las libertades de todos; y, sobre todo, y por celo de las libertades de las minorías, la Suprema Corte ha de defender la libertad de aquellos espíritus cautivos, de los espíritus que tienen todavía miedo de la verdad, con una capacidad de crítica disminuida o anulada. Ni fundamentalismos ni integrismos debe haber en la República Mexicana.

Llorar por los inocentes es fácil. Lo que nos define como individuos y sociedad, es nuestra capacidad de exigir dignidad y legalidad en el tratamiento de los culpables.

Vivimos tiempos difíciles para la justicia.

El uno por ciento de la elite global, domina al 99 por ciento de la población mundial empobrecida.

Nuestro tiempo es de las más insólitas injusticias sociales y el más injusto de los sufrimientos humanos. El escándalo es que ya no parece generar indignación moral ni voluntad para combatirlos de manera efectiva y crear una sociedad más justa, una sociedad más equitativa, en donde la libertad de expresión no tenga límites.

Ante esta evidencia, no hay tiempo que perder. Son momentos de cambio.

No podemos permitirlo y desperdiciar ninguna genuina experiencia social de indignación, orientada a reforzar a la organización y a la determinación de todos los que no hemos abandonado la lucha de una sociedad más justa.

Nunca, nunca debemos olvidar que, si los derechos humanos no constituyen la gramática de la dignidad humana, son frágiles y destinados a reproducir un orden social injusto.

La política de los derechos humanos no solamente puede ser fuente de energía radical para las luchas por la equidad, por la igualdad y por la justicia.

Son momentos de que los jueces vivan una efervescencia creativa, intensa, pasional, de energía en pro de otro mundo posible.

Reconozco, desde esta posición, a un país de mexicanas y mexicanos, de todas las geografías y condiciones, que en este momento viven, en carne propia, el dolor por la violencia que se manifiesta en todas formas habidas: en la pobreza, en el desplazamiento, en la exclusión, en la violencia de género, donde el feminicidio se normaliza día con día, donde la desaparición, la criminalización y la explotación infantil, convierten a las víctimas en actores centrales, ocupando la existencia de una constante búsqueda de justicia, misma que me convoca, misma que me compromete ante ustedes.

Hay muchos referentes de la justicia social y de grandes dignidades que también nos impulsan y nos contagian desde los movimientos sociales y desde la organización civil.

La justicia es un ingrediente ineludible de la paz y la Suprema Corte de Justicia, a través de sus resoluciones, debe de contribuir a afianzar la tranquilidad y la paz de la República.

La corrupción, la impunidad y la pobreza, son corrosivas e impiden la realización de una auténtica justicia y de una paz duradera.

Es por eso que soy creyente del enorme valor que tiene la posibilidad de convivir con los puntos de vista y perspectivas distintos, pues es a través de este ejercicio que podemos poner a prueba las ideas preconcebidas que nos acompañan y enriquecer nuestra perspectiva a través de un constante intercambio de ideas.

Estas son ideas que me han acompañado en mi desempeño profesional, no solamente dentro de la función pública, sino también en mi labor académica, a través de la cual he tenido la oportunidad de contemplar y de analizar una gran diversidad de problemáticas, así como también de sus soluciones, con las que éstas han sido abordadas en distintos tiempos y lugares.

Estoy plenamente convencido de la necesidad de acercar, en la medida de lo posible, a la práctica profesional con la Academia, promoviendo el fortalecimiento mutuo y el constante perfeccionamiento de ambas.

Así, por ejemplo, he buscado en todo momento complementar mi labor de juzgador con el trabajo de investigación que desempeño de manera honorífica en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

Los beneficios que ello ha rendido en mi experiencia esta dualidad de labores son increíblemente valiosos, y es uno de los baluartes que busco transmitir, si soy electo por ustedes para la máxima magistratura de nuestro país.

Fue precisamente esta convicción la que ha adoptado como principal criterio para orientar mi desempeño profesional en la Academia y en la administración pública, pero especialmente en la función judicial.

En este sentido, la apertura de nuevas ideas, la disposición para aprender en el debate franco y honesto, y la capacidad de replantear constantemente nuestra propia visión, son cualidades indispensables para todo buen juzgador.

Y es por ello que, durante el desempeño de mi cargo como Magistrado, he buscado incorporarlas en todo momento.

También, son esos mismos criterios los que, en caso de llegar a la designación de ministro de nuestro Máximo Tribunal, pretendo incorporar en el desempeño de tan honroso cargo.

Pero no basta, por supuesto, con declarar que los mismos principios y valores que he buscado incorporar durante mi labor en la Judicatura Local, habrán de ser los que implementaría en el ámbito federal.

Los problemas que deben de atender jueces y magistrados locales son ciertamente distintos, aunque no por ello menos importantes para la ciudadanía, que los enfrentan los jueces, o magistrados, o incluso ministros federales.

Esto me obliga, entonces, a explicar de qué forma estaría dispuesto a adoptar estos métodos y traducirlos en un contexto federal, especialmente en el caso de la justicia constitucional.

Para ello, quisiera partir de un primer punto que ha sido objeto de gran debate a saber de la independencia judicial.

Esta independencia, no implica solamente una estructura formal que separe funciones, como tampoco puede depender enteramente de cuestiones presupuestales u otras similares.

Por el contrario, la independencia judicial implica la adopción de una filosofía y de una ética de trabajo específicas. Implica asumir una visión de Estado, que va más allá de nuestras propias convicciones  o incluso de nuestras simpatías ideológicas.

Implica, en fin, estar dispuestos a convertirnos en auténticos guardianes de nuestro orden constitucional. De nuestro orden constitucional a tomar en cuenta las exigencias y los anhelos de mujeres y de hombres a quienes estamos obligados a servir.

Es por esto que, cuando decimos que los jueces debemos nuestra lealtad al orden constitucional y no a una u otra persona específica o, incluso, a un grupo de intereses, lo que estamos diciendo en realidad es que nuestro compromiso es con los principios, valores y anhelos, así como con las aspiraciones del pueblo, cuya voluntad está plasmada en nuestras normas fundamentales.

Un juez, un magistrado o incluso un ministro que no pueda ver, al decidir un caso, más que un texto en la norma, nunca, nunca podrá estar a la altura de las expectativas.

Es necesario que vea más allá de la norma o del expediente, que vea hacia la realidad social en la que está operando, que pueda enfatizar con el sufrimiento de quienes han sido víctimas de la injusticia, de quienes no tienen los medios para defenderse por sí mismos y que, por tanto, ponen en sus manos su vida, su libertad y sus bienes, con la esperanza de recibir una justicia que sea algo más que palabras complicadas y fórmulas inatendibles.

En las últimas décadas, quienes hemos tenido el privilegio de fingir como juzgadores en estos momentos de transformación, hemos buscado siempre tener presente esta imagen particular como el fundamento de nuestra última actuación.

En mi experiencia personal, al desempeñarme como magistrado he tenido la oportunidad de presenciar estas ideas en acción y en pugna. Esto tiene lugar, para nosotros, cada vez que acude una madre que diariamente se esfuerza por proveer a sus hijos o a una pareja que acude a la adopción, como una vía para hacer realidad su sueño de formar una familia.

Precisamente a esto me refiero cuando señalé, como o hice anteriormente, que la verdadera diferencia entre un buen juez y uno verdaderamente grande se encuentra, más que en su dominio técnico, en su calidad humana.

Es justamente esta dimensión la que, en caso de ser honrado por ustedes, señoras y señores senadores, estoy dispuesto a adoptar y aportar a nuestra Suprema Corte.

Mi visión pues, es de una Corte, de una Suprema Corte no solamente competente y talentosa sino, ante todo, una Corte humana, una Corte capaz de empatizar con quienes acuden a ella y de atender a sus necesidades, anhelos y convicciones específicas.

Si bien es cierto que los derechos humanos, por su propia naturaleza, se encuentran para proteger a todos, no solamente a quienes se encuentran en una situación especial de vulnerabilidad, es justamente en la forma en que nos sensibilizamos ante la situación de estos últimos, es en donde descansa el éxito de nuestro proyecto de nación.

Pues, como en su momento señalara Gandhi, la grandeza de una nación se mide en la forma en que trata a sus miembros más débiles.

Para lo anterior, la propuesta de la que hoy tengo el privilegio de ser portador implica no sólo conservar y consolidar los pasos adoptados por nuestro más alto tribunal en los últimos años, sino que también requiere expandirlos y reestructurarlos constantemente.

Como una respuesta necesaria para todos aquellos nuevos retos que, como consecuencia de una realidad social en un estado de cambio permanente, habremos de enfrentar.

Para lograrlo, mi visión consiste en adoptar durante cualquier proceso de interpretación constitucional, una postura que privilegie en todo momento la intención protectora y garantista de nuestros derechos fundamentales.

Ya sean aquellos que están consagrados en nuestra Constitución o los que provengan de los tratados internacionales que como país hemos suscrito.

Señoras, señores senadores:

No me queda más que agradecerles profundamente por su tiempo, por su atención y por su paciencia, que han dedicado a quienes integramos la presente terna.

Muchas gracias.

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